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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vacunar es proteger

El rechazo de la inmunización pone en peligro la salud de toda la comunidad

La difteria se daba por desaparecida en España gracias a la vacunación sistemática de toda la población infantil. El último caso se registró en 1987. Casi tres décadas después, la enfermedad reaparece de nuevo en Olot con el contagio de un niño de seis años que permanece ingresado en estado grave. Los padres habían rechazado inmunizar a sus hijos siguiendo la corriente antivacuna que desde hace algún tiempo se extiende en determinados círculos de medicina alternativa. Este contagio pone de manifiesto los graves efectos de ciertas teorías que, sin base científica, dudan sobre la bondad de la vacunación infantil.

Estas corrientes surgieron a raíz de estudios que alertaban sobre los supuestos efectos adversos de las vacunas. Posteriormente fueron desmentidos, pero la semilla de la desconfianza había germinado y la controversia que aún pervive no hace sino aumentar la confusión y agravar las consecuencias. Uno de los más dañinos fue un estudio publicado en 1998 que sugería una relación entre el autismo y la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubeola). Pese a que tanto los autores como la revista que lo publicó se retractaron, el miedo y la desinformación han podido más que la evidencia científica.

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Los padres que para evitar un posible efecto adverso a sus hijos no les vacunan deben saber que, como ha ocurrido con el niño de Olot, no solo están poniendo en peligro la salud de los hijos, sino los logros de inmunización comunitaria. La difteria está causada por una bacteria que afecta a las vías respiratorias y genera una toxina que puede dañar órganos como el corazón, el riñón o el cerebro. Ha sido preciso lanzar una alerta internacional para encontrar la antitoxina con la que tratar al niño infectado, que ha llegado de Rusia.

Los padres que rechazan las vacunas hacen un uso muy cuestionable de su prerrogativa paterna. Son libres de ejercer sus convicciones, pero deben ser conscientes de que las consecuencias no recaen sobre ellos, sino sobre sus hijos, a los que en la práctica privan del derecho a la protección de la salud. Lo hacen con buena intención, pero el resultado es el contrario al buscado. Para evitar a su hijo unos posibles efectos adversos leves, les someten a un riesgo de contagio que puede ser infinitamente peor. Si hasta ahora esta peligrosa moda no ha tenido más consecuencias es porque los niños no vacunados son todavía pocos y se benefician del hecho de que el resto de los padres sí que vacunan. Ahora, el 95% de los niños está protegido, lo que produce una inmunidad de grupo que impide que los gérmenes prosperen. Pero si muchos padres dejan de vacunar, la tasa de protección colectiva descenderá y reaparecerán enfermedades que creíamos controladas. Si eso ocurriera, tal vez habría que abrir el debate sobre la obligatoriedad de la inmunización infantil.

Las vacunas salvan cada año 2,3 millones de vidas. Solo hay que mirar atrás para darse cuenta del gran avance que suponen. En 1943, antes de que apareciera la vacuna, se producían en España mil casos de difteria por cada 100.000 habitantes, con una mortalidad del 10%. Solo en Europa se registraban un millón de casos y alrededor de 50.000 muertes anuales. En 2013, las muertes por difteria han sido 3.300 en todo el mundo, la mayor parte por no tener acceso a las vacunas. Hay que evitar por todos los medios que esa cifra crezca a causa de algo tan evitable como la desinformación.

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