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¿Quién no ha comido un piure?

A simple vista parecen piedras cubiertas de liquen. Hay que abrirlas para descubrir el misterio que encierran

Un plato de piure.
Un plato de piure.

La gran sorpresa de la semana fue encontrar piures en la oferta de La Mar, la cebichería limeña de Gastón Acurio, y al día siguiente volver a dar con ellos en La Picantería, el ejemplar negocio abierto hace dos años por Héctor Solís en Surquillo. Vienen de Paracas, un par de cientos de kilómetros al sur de la capital, aunque por esas aguas no le dicen piure, nombre por el que lo conocen los chilenos, sino ciruelillo, que parece más descriptivo.

En La Mar llegaron a la mesa convertidos en sudado, un guiso elemental en el que se cuecen con trozos de cebolla y tomate en un caldo condimentado con ají amarillo y jugo de limón. Es un guiso delicado y profundo al mismo tiempo. Me cuentan que también puedo encontrarlo en La Picantería y lo busco un día después. Primero en cebiche, troceados crudos, condimentados con limón y ají limo y acompañado de unos trozos de cabrilla. Es como darle un bocado al fondo del mar. Termino con una parihuela —otra muestra de la cocina marinera peruana— de pejesapo —pariente lejano del rape, de carne blanda y gelatinosa— con piures. Es un guiso rotundo, poderoso y un tanto enigmático.

A simple vista, los piures parecen piedras cubiertas de liquen. Hay que abrirlas para descubrir el misterio que encierran, liberando una pieza redonda de color anaranjado vivo y brillante, con dos pequeños tubos oscuros en la parte alta. Es blando y revienta en la boca, llenándola con un sabor salino e intensamente yodado. Es potente, sutil y, de alguna manera, sobrecogedor. Viene a ser un trasunto del coral de la concha —vieira, ostión— y el erizo. Mar, sal, dulzor… en un viaje directo al sabor más potente del mar.

Es blando y revienta en la boca, llenándola con un sabor salino e intensamente yodado

Decididamente es un marisco extraño; uno de esos productos raros que el mar proporciona en algunos rincones del planeta y que acaban marcando las señas de identidad de algunas cocinas. Muy pocos han visto antes de hoy en la mesa de un restaurante peruano. Lo suelen comer de cuando en cuando los pescadores de la zona de Paracas, Ica y San Andrés, pero como sucede con tantas otras especies, nunca llegan al mercado. Mil kilómetros más al sur, en las cocinas chilenas, el piure es un elemento popular y reconocido. De hecho, solo vive en esta agua del sur del Pacífico.

Los tres platos que acabo de encontrar en Lima son una excepción. Gloriosa, pero excepción al fin y al cabo. El hábitat natural y hasta hoy exclusivo del piure son las cocinas de Chile. Allí di con él por primera vez en el Boragó de Rodolfo Guzmán. Según mis notas, el plato se llamaba bombón de piel de piure relleno de piel de mandarina, y funcionó, pero no mostraba la verdadera naturaleza del marisco. Lo había visto en el Mercado Central de Santiago, entero o limpio, embolsado con agua de mar. Mi segundo piure, que realmente fue el primero, llegó en un restaurante del mercado. Era un cebiche: mucho limón, cebolla picada y cilantro, componiendo la tradicional salsa verde chilena. También se llama “al matico”, como me explica el periodista Carlos Reyes, al tiempo que me aclara las diferencias que he visto en el mercado: los del sur muestran un color rojo intenso, mientras los de aguas norteñas son mucho más oscuros, casi violetas.

Decididamente es un marisco extraño; uno de esos productos raros que el mar proporciona en algunos rincones del planeta

El mismo Carlos Reyes me hace de guía en la ruta del piure. Primero, al natural, en los mariscales —combinaciones de mariscos, tradicionales en las caletas de la costa—, para seguir por guisos como los que se preparan en lebrillos de greda, las empanadas de piures con queso de Valdivia, o el arroz que sirven en la santiaguina Confitería Torres, siguiendo una receta familiar de los propietarios, originarios de Puerto Montt.

Las cosas cambian al sur, donde el piure aparece estrechamente vinculado a las tradiciones de la cocina mapuche. Allí el piure se seca al humo, siguiendo técnicas ancestrales chilotas, en hoyos forrados con piedras calientes, y se conserva durante largo tiempo. Una vez rehidratado, da lugar a pucheros populares —con mariscos, papas, cebolla y ají— y es uno de los protagonistas del curanto, uno de los guisos heredados de la cultura mapuche.

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