Competencia, meritocracia y corrupción
La estrategia contra la corrupción debe ser menos cortoplacista pero más ambiciosa, debe descansar en la rendición de cuentas, la meritocracia y la competencia. Los sistemas de control son imprescindibles
Joan Baez —de gira recientemente por nuestro país— afirmaba que “si no luchas contra la corrupción, acabarás formando parte de ella”. Es importante recordar esta cita, porque son tantos los casos de corrupción en nuestro país que frecuentemente cunde el desánimo y las interesadas y paralizadoras opiniones del tipo “da igual lo que hagamos o lo que votemos, la corrupción en la clase política no es más que un reflejo de la corrupción del país” ganan adeptos. Este diagnóstico es falso: hay que luchar contra la corrupción y es necesario hacerlo bien.
La corrupción no es una plaga bíblica, es fundamentalmente un problema de incentivos. La decisión de corromperse responde en gran medida a un análisis coste-beneficio muy racional. Por eso, para combatir la corrupción, es necesario aumentar sus costes y reducir los beneficios de la misma. No quiero decir que no influya la ética, los valores o no haya factores culturales, pero estas dimensiones no explican la escalada de casos de corrupción a la que estamos asistiendo. Muchos de los casos de corrupción surgieron en plena burbuja urbanística, donde los presupuestos públicos estaban dopados con 50.000 millones de euros de más debido a la artificial actividad económica generada por el sector de la construcción, en el que los terrenos aumentaban exponencialmente de valor en función de las notas a pie de página de los planes urbanísticos. Los beneficios de corromperse eran indudablemente altos; los costes no tanto.
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Nuestra doliente y masificada justicia ha demostrado que, gracias al esfuerzo de policía, jueces y fiscales, en España, la probabilidad de detección de estos delitos es alta. Pero la lentitud de los procesos hacía que seguramente esa no fuera la percepción que se tenía años atrás y, además, esa lentitud reducía el efecto disuasorio de las penas. Por último, tenemos que pensar en el efecto clave de la meritocracia sobre los incentivos a corromperse. Los mejores profesionales tienen mayores costes de corromperse, porque sus carreras profesionales después de su paso por la administración dependen de su reputación. Es innegable que en los últimos años la lealtad y las conexiones personales han primado más que los méritos en la designación de muchos cargos públicos.
La propia universidad no tenía los incentivos para elegir a los mejores profesores
La pregunta clave es: ¿cómo podemos vacunarnos contra esa corrupción en el futuro? Un camino fácil, visible y por ello tentador como oferta electoral pasa por el aumento de las penas por corrupción, los controles ex-ante y la reducción de la discrecionalidad de los gestores públicos. Es indudable que estas medidas reducen los beneficios de la corrupción y aumentan sus costes, pero también tienen un importante coste social y sobre todo reducen la eficacia de la gestión pública. Además, las actuales penas por los delitos de corrupción, dejando a un lado la lentitud y las inexplicables prescripciones de los delitos, no parecen bajas.
La estrategia contra la corrupción debe ser menos cortoplacista pero más ambiciosa, debe descansar en la rendición de cuentas, la meritocracia y la competencia. Los sistemas de control son imprescindibles, pero tienen muchas limitaciones. Veamos un ejemplo a través de un caso típico de corrupción, que, por cierto, no suele ser calificada como tal: la endogamia universitaria.
A lo largo de nuestras carreras, muchos académicos hemos asistido a escandalosos concursos de plazas cuyos tribunales actuaban sin la debida objetividad y otorgaban la plaza de profesor a un candidato con méritos claramente inferiores a los de otros competidores. Estos concursos respetaban al máximo la formalidad de los procedimientos, de manera que las reclamaciones posteriores raramente prosperaban porque los tribunales eran garantistas y no podían entrar en la valoración de méritos. De hecho, no conozco ningún tribunal académico que fuera juzgado por prevaricación. El problema no radicaba tanto en los procedimientos y los controles como en el hecho de que la propia universidad no tenía los incentivos para elegir a los mejores profesores. En algunos sistemas universitarios foráneos, donde las universidades compiten entre sí y sus recursos dependen de los resultados que obtengan (publicaciones científicas, patentes, satisfacción del alumnado, etc...), la endogamia no existe, porque las universidades tienen incentivos claros para seleccionar los mejores candidatos. La competencia y la rendición de cuentas son la medicina preventiva de la corrupción.
La solución no es necesariamente un sector público más pequeño, sino más eficaz
Las universidades —y el sector público en general— debemos tratar a los ciudadanos como nuestros accionistas y rendirles cuentas. Evaluar nuestra actividad a través de indicadores que midan nuestro rendimiento absoluto y relativo y asignar los recursos competitivamente en función del mismo. En otro ámbito y al margen del problema de la corrupción, los planes de infraestructuras deben hacerse en función de los análisis coste beneficio de las posibles inversiones que se podrían llevar a cabo. Los proyectos de infraestructuras deben “competir” por el valor social que van a generar. Nuestro lujoso AVE debería demostrar en el futuro que tiene una rentabilidad social mayor que inversiones alternativas, como por ejemplo, conectar con fibra óptica hospitales y escuelas. El director de la televisión pública debe seleccionar su equipo y la programación “meritocráticamente”, sabiendo que deberá rendir cuentas con indicadores de calidad y audiencia. En definitiva, debemos incentivar la buena gestión y no ahogarla reduciendo la discrecionalidad de los gestores.
Por último, quisiera subrayar que, de todo lo dicho anteriormente, no se debe deducir en absoluto que cuanto menor sea el peso del Estado en la economía, menor será la corrupción. Éste es un eslogan que tiene mucho de ideológico, pero la relación entre el tamaño del sector público, el papel de la regulación y la corrupción no es directa. Los países escandinavos son citados entre los que disfrutan de un mayor sector público y, a pesar de ello, tienen uno de los niveles más bajos de corrupción del mundo. La crisis financiera tristemente nos ha demostrado que la corrupción se da frecuentemente en el sector privado. Las regulaciones son necesarias, porque en el sector financiero —como en muchos otros— los fallos de mercado en general y la información asimétrica en particular, genera incentivos perversos, y la competencia no garantiza, por sí sola, que los intereses de ahorradores, inversores y accionistas minoritarios sean eficazmente protegidos. La solución no es necesariamente un sector público más pequeño, sino uno más eficaz, en el que poco a poco, la meritocracia, la competencia y la rendición de cuentas se vayan instaurando como la cultura dominante.
Juan José Ganuza es catedrático del Departamento de Economía y Empresa de la Universidad Pompeu Fabra.
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