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Tribuna
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Obama quiere ir a Cuba

Cambiar las reglas de juego en conflictos que duran años necesita tiempo

Carlos Pagni

Con su participación en la Cumbre de las Américas de Panamá, Barack Obama dio otro paso en una compleja jugada internacional y personal. No pudo anunciar la reapertura de Embajadas entre Cuba y Estados Unidos. Pero mantuvo un encuentro con Raúl Castro que él mismo calificó de “histórico”. Obama controla la secuencia con una obsesión en la cabeza: quiere visitar La Habana antes de abandonar la Casa Blanca. Quienes trabajan detrás de ese objetivo calculan que el viaje podría producirse en marzo. Una variable que Hillary Clinton, que acaba de lanzarse a la presidencia, tendrá que incorporar a su estrategia. Obama piensa poner un pie en la isla en plena campaña electoral.

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Con Cuba por primera vez presente en este tipo de cumbre, el presidente norteamericano corría un riesgo: soportar el mal trago que Néstor Kirchner y Hugo Chávez le hicieron pasar a George W. Bush en 2005, en Argentina, cuando le vapulearon sin piedad. Por eso la inminencia de la cita panameña aceleró, en diciembre, la negociación con Castro.

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Aun así, hubo percances. El restablecimiento de relaciones diplomáticas se ha demorado porque Washington aún no retiró a Cuba de la lista de Estados que patrocinan el terrorismo. Los más ansiosos recuerdan que, cuando Jimmy Carter anunció el reencuentro con China, en enero de 1979, bastaron dos meses para enviar un embajador a Pekín.

Además, la sanción a siete diplomáticos venezolanos provocó una tormenta inoportuna. Thomas Shannon voló a Caracas para contener a Nicolás Maduro en nombre de John Kerry. Y el propio Obama aclaró que, a pesar del texto de la medida, Venezuela no constituye una amenaza para su país. En el Departamento de Estado señalan a Ricardo Zúñiga como responsable del error. La eterna rivalidad con el encargado de América Latina del Consejo Nacional de Seguridad.

Washington negoció con Brasil, México, Panamá, Uruguay, Colombia y Chile para que los países del bloque bolivariano no opacaran el encuentro entre Obama y Castro, con la excusa venezolana. El miércoles pasado, ambos presidentes hablaron por teléfono y se adelantaron sus discursos, en líneas generales. El sábado, Obama cumplió su cometido.

Esperaba muy poco más. Su otro movimiento fue, en Jamaica, el acercamiento a los países del Caribe. Para Estados Unidos es un entramado valiosísimo. No sólo porque le permite disputar 14 votos en la ONU y en la OEA, que hasta ahora controlaba Venezuela. Obama aprovecha su condición de descendiente de africanos, similar a la de innumerables caribeños, y la crisis del petróleo, que habilita a Washington a sustituir la asistencia energética en la que Caracas basaba su influencia.

Francisco será el primer Papa que entrará en la Casa Blanca y hablará ante el Congreso de EE UU

Los responsables de la política estadounidense frente a Latinoamérica están perplejos por la imposibilidad de introducir en la agenda de Panamá una reivindicación del pluralismo y los derechos humanos. Es un contraste impresionante con la cumbre inaugural de 1994, convocada por Bill Clinton para celebrar la expansión de las libertades civiles y establecer un área continental de librecambio. Hoy, ni siquiera Brasil, México, Colombia, Chile o Uruguay son proclives a levantar esas banderas.

A contraluz de este paisaje, los latinoamericanistas de Obama comienzan a poner la lupa sobre una novedad: la decisión de Felipe González de convertirse en abogado de los presos políticos venezolanos. Es evidente que González responde, entre otras cosas, al desembarco bolivariano de Podemos. Pero esa dimensión española es imperceptible en América Latina, donde se sigue viendo a González como un líder modélico para la democratización de la región. El expresidente cuenta con el respaldo del brasileño Fernando Henrique Cardoso, del chileno Ricardo Lagos o del uruguayo Julio María Sanguinetti. Y en su calidad de socialista, es capaz de interpelar a Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez, Juan Manuel Santos o Enrique Peña Nieto.

Asoma así una nueva triangulación entre Estados Unidos, Europa y América Latina. Hasta ahora Washington sólo había trazado un eje con el Vaticano. El papa Francisco ofreció su casa para las negociaciones con los Castro. Su secretario de Estado, Pietro Parolin, exnuncio en Venezuela, asistió a la reunión de Panamá. Es la primera vez que eso sucede. Parolin se entrevistó con Maduro, y con las esposas de Leopoldo López y Antonio Ledezma, los opositores cautivos. ¿Reanudará la mediación que inició en Caracas un año atrás? El chavismo la echó a perder. Todavía no se había derrumbado el precio del petróleo.

El programa atlántico de Francisco tendrá el 23 de septiembre una nota culminante. Por primera vez un papa entrará en la Casa Blanca y hablará ante el Congreso de Estados Unidos. Obama fijó grandes expectativas en esa invitación. Entre otras, ver la cara del republicano John Boehner, el presidente de la Cámara de Representantes, cuando el pontífice predique la teología de la pobreza y denuncie las miserias del capitalismo. También Hillary Clinton, siempre cercana a Wall Street, deberá cuidar los gestos.

A los demócratas les fascina presentar a su presidente como el constructor de una diplomacia posdogmática, expresada en el acuerdo con Irán y el acercamiento a los Castro. Aunque esas decisiones también son un modo de cerrar conflictos secundarios en medio de una guerra endemoniada.

Obediente a la genética política, el presidente de Estados Unidos mira el mundo a través de una lente doméstica. Quiere ir a La Habana para cerrar el último capítulo de la guerra fría y, de paso, irritar a Venezuela. Pero también para obligar a los republicanos a endurecer su discurso electoral. En especial si les representa Jeb Bush o Marcos Rubio. Conseguiría así un doble objetivo. Seducir a los votantes moderados. Y retirarse del poder siendo más Obama.

Carlos Pagni es periodista.

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