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Columna
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Los 800.000

Las triquiñuelas electorales juegan en realidad con la gente,una masa ahora entristecida con la que todos especulan un poco

Juan Cruz

Ha vuelto la tentación de los 800.000. No está mal tener aspiraciones; lo que sucede con estos deseos es que tienen nombres propios. Cada uno de esos parados que podrían tener empleo, esos 800.000 con los que sueña el presidente Rajoy, son números de un carnet de identidad, y no son sólo votantes (que es seguramente como los ven los políticos que quieren atraer sufragios), sino que, sobre todo, son personas, cada una de las cuales lleva encima su amarga pesadumbre de no hacer nada.

Los socialistas sacaron a relucir el cartel de los 800.000, precisamente; el PP jugó, cuando aspiraba a revalidar su mandato, con los tres millones de parados que iban a resarcirse de su angustia a partir de la gestión promisoria del partido que en algún momento se llamó a sí mismo, hélas!, Partido de los Trabajadores. Todas estas triquiñuelas, o señuelos, electorales juegan en realidad con la gente, que es una masa ahora entristecida con la que todos especulan un poco: Podemos, Ciudadanos, los socialistas, los populares, los de UPyD, los nacionalistas y los que no alzan la voz por encima de las encuestas…, todos le prometen a la gente (de la que se hacen eco, como si la gente no fuera de quien le dé la gana) el oro y el moro.

Y el oro y el moro no existen, o al menos no existen hasta que no los tocas con las manos. Esta especulación de los 800.000 plantea un delicado problema moral que el refranero resuelve con su esquiva inteligencia: dime de qué presumes y te diré de lo que careces. La presunción de que un político cualquiera se puede sacar de la manga 800.000 puestos de trabajo (o tres millones) desata la pituitaria votante hasta el exceso, de modo que la invocación de ese milagro supone un daño que se puede evitar o prever.

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La promesa es un arte mayor, que debe ejecutarse con equilibrio y buena voluntad; al presidente del Gobierno se le ha calentado la boca con la cifra, que según publicó Javier Casqueiro en este periódico resulta más modesta cuando la dice en público. Pero decirla, después de los fiascos anteriores, de los socialistas y de los propios populares, requiere una información difícil de obtener y un atrevimiento complicado de calificar.

Digamos que el presidente no se ha sentido estimulado a la prudencia. Por ejemplo, por los suyos que no le dijeron: “Hombre, caramba, ¿ya estamos prometiendo lo que no sabemos si vamos a dar?”; aunque los suyos instalados en la poltrona de los poderes adláteres le han empezado a hacer la ola. El discurso del señor Linde, presidente del Banco de España, avalando la austeridad como exudación del patriotismo rajoyano, reclama un tirón de orejas moral, e internacional, a tan alto funcionario.

En este esquema de provocaciones estadísticas o patrióticas se ha situado esta semana la épica del verso suelto, que prolifera por doquier para quitarle el sueño al presidente o para dárselo. Este rap del extremeño Monago, famoso también por sus viajes turísticos a Canarias pagados con dinero público, no es un desafío a Rajoy desde la práctica del verso suelto: es un desafío a la inteligencia. Así que no debe ser reprendido por el verso ni por la prosa, sino por esa exageración con la que estos patriotas chiquitos utilizan su tierra como si ellos fueran la tierra. Es tan irresponsable presentarse como el patrón ideal de Extremadura como decirles a 800.000 desempleados que lo suyo ya está hecho.

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