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Columna
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La gente y los partidos

Juan Cruz

Manuel Rivas suele contar la historia de un gallego viejo que volvió de aquella emigración sin retorno invitado a un programa de televisión que inventó Fraga Iribarne cuando el exministro de todo era todo en Galicia.

En el programa invitaban a gallegos viejos a contar la historia que vivieron fuera de su patria. A aquel gallego viejo, que había pasado su vida desde niño en Argentina, le preguntó el locutor cómo se sentía en su tierra. Muy bien, cómo se iba a sentir. “Porque esto lo que demuestra es que gallego lo puede ser cualquiera”.

Él lo dijo como si estuviera metiendo en una obviedad una metáfora, pues es en lo obvio donde viven los símbolos y los refranes. Gallego lo puede ser cualquiera, o canario, o madrileño. Basta nombrarse como tal y ya eres cualquier cosa. Yo me siento de aquí, dicen los cantantes desde el escenario, y se van de Madrid a Elche y ya son también de Elche. Uno es de cualquier sitio, aunque no haya estado sino en uno; basta nombrarse de un lugar para que te creas de él. En mi generación (y en algunas de las siguientes) se fue patriota de Cuba, de Chile, de Portugal, de Argentina, y a veces incluso fuimos patriotas de España.

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Patriota lo puede ser cualquiera, y de cualquier sitio. Basta decir que lo eres, no hace falta carné. En una de las más citadas metáforas de Cien años de soledad, García Márquez escribía que para que las cosas existieran había que ponerles nombre. Rudyard Kipling fue a entrevistar a su admirado Mark Twain y se quiso llevar la pipa (muy barata, unos centavos) como un tesoro que le recordara siempre a su héroe; robarla era como robarle el alma a Twain. No se la llevó, el alma le hacía falta a su maestro. Así vamos por la vida, robando identidades y almas, con las que nos transfiguramos, en gallego, en cubano, en argentino, español incluso.

Ahora está a la orden del día sentirse parte de la gente. Es como robarse a la gente. Como si la gente fuera un bloque, una tierra o una patria, o una pipa. Somos el partido de la gente, escucho decir a políticos viejos o nuevos, de la Casta o de la Susana. Si se dice gente, viva la gente, parece que se dice “Toda La Gente”, pero es evidente que no hay partidos (¡ojalá no los haya nunca más!) de la unanimidad.

Así que gente es un número indeterminado de personas que, como se decía antes, son todas de su padre y de su madre, y a su vez su padre y su madre son, hasta el infinito, de su madre y de su padre. De modo que cabe decir, como en el caso del gallego que volvió a Galicia porque lo invitó Fraga, cualquiera puede ser gente en un momento determinado, pero no te lo apuntes como tuyo porque se te puede caer del cesto cuando menos te lo esperes.

Creo que la palabra gente está muy bien dicha en la más adecuada definición de periodismo que conozco: “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Es de Eugenio Scalfari, un legendario periodista italiano. Pero usar la palabra gente como parte de la propiedad de la política es desconocer, como terminó sabiendo Kipling, que tú puedes quedarte con la pipa de Twain pero nunca te llevarás, ni lo sueñes, el alma de Twain.

Así que, en mi opinión, a la gente la puedes nombrar pero es muy difícil que, por mucho que la cuentes, te la puedas llevar entera, porque pesa mucho más que aquella pipa de espuma de mar y es tan revoltosa como las mareas.

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