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Tribuna
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Círculo vicioso, círculo virtuoso

Hay que ir a una situación de corrupción mínima y eficiencia máxima

Víctor Lapuente

Estados Unidos, finales del XIX. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que decide cambiar la infraestructura de sus instituciones: despolitización masiva y establecimiento de las bases de la gestión pública moderna. El profesional de la Administración pasa de trabajar “para” a trabajar “con” su superior político. El objetivo del movimiento reformista no es tanto la corrupción en sí como el problema de fondo del que la corrupción es un síntoma: la acumulación de poder decisorio en unas manos que responden a un único interés, el electoral. El medio elegido por el movimiento reformista no es regular minuciosamente la actividad pública, sino, más bien al contrario, liberar las fuerzas creativas de los trabajadores públicos, que, además de convertirse en contrapesos vivos del poder político, obtienen licencia para innovar en la prestación de las políticas públicas.

Italia, finales del XX. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que decide cambiar a los políticos de siempre por unos nuevos inquilinos que prometen limpiar la política. El objetivo es la lucha directa contra la corrupción, entendida como un crimen. Y el instrumento favorito es la regulación: más controles legales. A diferencia de EE UU, los protagonistas en Italia no son todos los empleados públicos, sino los agentes anticorrupción, sobre todo los jueces. Dos décadas, un Berlusconi y una infinidad de leyes y reglamentos después, Italia sigue lidiando con la corrupción y la ineficiencia en el sector público.

España, principios del XXI. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que debe elegir entre la vía americana o la italiana. Tenemos la ventaja de que conocemos el resultado: los países (como los anglosajones o nórdicos) que han cambiado sus infraestructuras públicas, descentralizando, desregulando y empoderando a sus profesionales tienen mejores sectores públicos que aquellos donde se ha dejado intacta la infraestructura institucional del sector público, como Italia. Pero tenemos la desventaja de que la vía italiana es muy atractiva.

Con las instituciones adecuadas, los controles formales no son tan necesarios

En primer lugar, la aprobación de leyes específicas contra la corrupción es muy popular, porque da la sensación de que los políticos se preocupan. Sabemos por varios estudios que la respuesta natural de los ciudadanos a la corrupción política es una mayor desconfianza social que, a su vez, se traduce en una mayor demanda de regulación. Como no me fío de nadie, que nadie mueva un pie sin la debida autorización. La ironía es que una mayor regulación aumenta las oportunidades de captura del Estado por parte de los grupos de interés mejor organizados, lo que se traslada en mayor corrupción, generándose así un círculo vicioso. Corrupción, desconfianza, regulación… y más corrupción. La evidencia, pues, apoya la máxima de Tácito: “Cuanto más corrupto es un Estado, más leyes tiene”.

Un ejemplo son las leyes de financiación de los partidos. Italia y España han experimentado varios cambios legislativos y parece que tendrán muchos más, porque siempre hay algún resquicio por el que se pueden colar las ayudas. Por el contrario, otros países han alcanzado la excelencia con leyes muy sencillas o directamente sin ley de financiación de los partidos. Con las instituciones adecuadas, los controles formales no son tan necesarios ¿Para qué va a querer un empresario sobornar a un político si éste no puede otorgar un trato de favor porque necesitaría la aquiescencia de profesionales que trabajan “con” pero no “para” él?

También es más seductora la aproximación italiana de reemplazar a los corruptos por políticos a los que “no les tiemble la mano” (como se oye en nuestros partidos tradicionales) o que, al asalto, tomen el poder para quitar a toda la casta (como se oye en los nuevos partidos). Cuando todo el mundo habla de la “hora de la política” —frente a los mercados, los poderes financieros y demás—, las reformas institucionales destinadas a fragmentar el poder político no parecen muy atractivas. Más bien al contrario, queremos dar mucho poder a nuestro renovador, ya sea un partido conocido con un liderazgo nuevo (como Sánchez o Renzi) o una formación novedosa con liderazgos colectivos (como Podemos o Guanyem).

Son varios los factores que nos empujan hacia el círculo vicioso de corrupción, desconfianza y regulación. Pero, por otra parte, también empezamos a detectar movimientos dentro del sector público —en la Administración local, autonómica y central— que ven en la gestión profesional una alternativa más efectiva para mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones. Esos movimientos deben hacerse visibles para presionar a los partidos políticos, donde también existen voces individuales que llevan tiempo demandando un cambio en la infraestructura de nuestro sector público que nos acerque a las Administraciones más modernas. Esas voces se pueden encontrar en todos los partidos, de Podemos al PP, pasando por PSOE y UPyD.

Para salir del círculo vicioso y entrar en otro virtuoso de corrupción mínima y eficiencia máxima necesitamos agregar esas voces para que fuercen, en el contexto de un pacto de Estado o una reforma constitucional, un cambio en los incentivos de nuestras Administraciones. La sangría de casos de corrupción y de tratos de favor —legales, pero parciales e inmorales— que sufrimos en España sólo se atajará cuando nuestras Administraciones no recompensen tanto la lealtad política o el seguimiento de la norma como la reputación y la autonomía profesional.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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