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Columna
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La luz

Tengo la suerte de ser vecino del chalet en el que vivió y pintó muchas de sus obras Joaquín Sorolla

Julio Llamazares

Tengo la suerte de ser vecino del chalet en el que vivió y pintó muchas de sus obras Joaquín Sorolla, un chalet que hoy es museo del pintor y en cuyo jardín me refugio a veces para leer el periódico o descansar un rato ajeno al ruido de la ciudad, que queda tras la tapia de ladrillo que lo envuelve.

Tanto la casa como el jardín aparecen en muchos de los cuadros de su dueño, el jardín sobre todo con esas luces que tan características son de su obra, pues Sorolla hizo del luminismo su estilo. La exposición que la Fundación MAPFRE muestra estos días en Madrid muy cerca de la casa en la que vivió el pintor, pero acogiendo obras que este pintó en Nueva York durante su exitosa estancia en la ciudad de los rascacielos, corrobora esa obsesión suya por la luz que particularmente es lo que me interesa de su pintura.

¿Pero qué otra cosa es la pintura sino luz de la misma manera en que la literatura es tiempo? Quiero decir que el sueño de los pintores (y el de sus parientes pobres, los fotógrafos) es el de apresar la luz mientras que el de los escritores es el de detener el tiempo.

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El prestigio de la luz es, sin embargo, mucho menor que el del tiempo. Mientras que a este se le considera esencial, materia sin la cual nuestra existencia dejaría de serlo, a la luz se la tiene por circunstancial, algo que adorna, como los paisajes, el escenario en el que se desarrolla aquella.

Una consideración errónea que hace que muchas personas pasen por este mundo sin detenerse a contemplar las luces que lo iluminan, como ahora las primeras del otoño, ocupadas en asuntos secundarios de verdad. “¡Luz, más luz!”, pidió Goethe cuando vio que la vida se le escapaba, no otra cosa diferente.

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