Los ‘lobbies’ necesitan una regulación
Numerosas resoluciones y acuerdos sobre las organizaciones de intereses duermen el sueño de los justos. El Foro por la Transparencia pide que se legisle aprovechando el debate de la regeneración democrática
En cuatro ocasiones, el Congreso de los Diputados ha acordado impulsar la transparencia en los procesos de representación de intereses ante las instituciones públicas, actividad conocida como lobbying.
En el debate constitucional se rechazó la propuesta, de Alianza Popular, de incluir en el derecho de petición que las comisiones parlamentarias pudieran “recibir delegaciones de grupos legítimos de intereses, en sesiones de carácter público”, así como que una ley orgánica estableciera un “sistema de control y registro para los grupos de intereses que actúen de modo permanente”. Sin embargo, en 1990, el Congreso de los Diputados aprobó, a propuesta del Grupo Popular y por unanimidad de los grupos parlamentarios, la primera proposición no de ley que exige la regulación de los “despachos que gestionan intereses particulares confluyentes con intereses públicos”. De nuevo, en 1993, a propuesta del Grupo Parlamentario del CDS, se acuerda por amplia mayoría impulsar una ponencia en el Congreso, así como instar al Gobierno a que presente un proyecto de ley para la regulación de los “grupos de interés”, con la creación de un registro público y un código de conducta.
Veinte años después, en 2013, en medio de la peor crisis económica de la democracia, y en un sofocante clima de corrupción y de desafección ciudadana, el presidente del Gobierno promete en el debate del estado de la nación una reforma en la que creía que “sería positivo incluir también la regulación parlamentaria de las organizaciones de intereses (los llamados lobbies)”. El Congreso de los Diputados, tras el debate, acordó por amplia mayoría “regular las organizaciones de intereses o lobbies”, con medidas que clarifiquen cuáles pueden ser sus actividades y cuáles sus límites.
Por último, este mismo año, tras el debate del estado de la nación del pasado mes de febrero, el pleno del Congreso aprobó una nueva resolución sobre “regeneración democrática” a propuesta del Grupo Parlamentario de CiU, en la que se “considera necesario impulsar en el marco de la reforma del reglamento del Congreso de los Diputados mayor inmediatez, proximidad y efectividad del control parlamentario, y contemplar la regulación de los denominados lobbies garantizando la transparencia en el ejercicio del derecho que los representantes de la sociedad civil y las empresas tienen de acceder a las instituciones”.
Al funcionamiento de la democracia española le faltan controles. Lo demuestra la corrupción
A estas alturas, a ningún lector le sorprenderá que haya cientos de resoluciones y acuerdos parlamentarios que duermen el sueño de los justos en los Boletines del Congreso y del Senado. Sin embargo, no solo nos debería sorprender, sino también indignar. Las resoluciones del Parlamento representan la voluntad popular, el Gobierno no puede ignorarlas sin degradar el funcionamiento de la democracia ni mucho menos puede presentar a los Grupos Parlamentarios, como acaba de anunciar, un nuevo paquete de medidas de “regeneración democrática” que olvida compromisos del propio presidente del Gobierno, formalizados por amplia mayoría en varias resoluciones del Congreso de los Diputados. Una buena medida para regenerar la vida política es cumplir con los compromisos que se asumen ante los ciudadanos.
Pero, además, el Gobierno tuvo la oportunidad de incorporar a los grupos de interés en la Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno aprobada en diciembre de 2013 por el Congreso. De nuevo, una ocasión perdida. La progresiva complejidad de la ley por la ampliación de su aplicación a partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales no puede ser una excusa para dejar fuera de esta una práctica donde confluyen intereses públicos y privados en delicado equilibrio.
Al funcionamiento de nuestra democracia le faltan controles. Tenemos un diseño institucional tan bueno o tan malo como el de cualquier país de nuestro entorno. Pero los controles, uno de los pilares del funcionamiento democrático, no actúan adecuadamente. La alarmante cantidad (y también el alcance y gravedad) de los casos de corrupción asociados a políticos y sus partidos demuestra que muchos de los sistemas de inspección y de contrapesos diseñados para evitar estas situaciones, simplemente, fallaron.
El hecho de que en España no exista ningún caso de corrupción conocido, asociado a prácticas profesionales de lobbying, debería animarnos a desarrollar los necesarios sistemas de control y transparencia que eviten abusos o los hagan más difíciles en el futuro.
Días atrás, Transparencia Internacional ha hecho público el informe Lifting the Lid on Lobbying, un texto necesariamente crítico con una actividad ampliamente establecida, pero sobre la que no existe la transparencia que la sociedad exige. Tal y como recoge el informe, “cuando el lobby es realizado con integridad y transparencia es una fuente legítima de influencia para los grupos de interés que están afectados por decisiones públicas. El problema surge cuando el ejercicio de lobby es opaco y no está regulado”.
Nuestros representantes públicos tienen que acostumbrarse a contar lo que hacen
El lobbying es tan consustancial a la democracia representativa como los propios partidos políticos y su práctica. Igual que ocurre con la actividad de estos, puede suponer un avance o un retroceso para la eficacia de las políticas públicas. El lobbying cuenta con plena cobertura constitucional y sus límites están fijados con claridad en el Código Penal. Pero la práctica democrática del lobbying necesita normas concretas que clarifiquen y ordenen su funcionamiento, de forma que su aportación a la formación de las decisiones públicas sea netamente positiva.
Las propuestas para la creación de un registro de grupos de interés, la formulación de un código de conducta, así como el establecimiento de un régimen de información pública de las agendas de los altos cargos y los parlamentarios, trasladarían a España las mejores prácticas de las instituciones europeas y dotaría de mayor transparencia a una actividad que se desarrolla con total normalidad en nuestro país desde la aprobación de la Constitución.
Por ello, el motivo de esta regulación no es tanto la preocupación sobre el lobbying como la necesidad de mejorar los mecanismos de transparencia, de rendición de cuentas, la accountability de las instituciones; aportando luz, en este caso, a los procesos de formación de las decisiones públicas, donde, junto a la defensa del interés general, interviene la consideración de los intereses privados. Se trata de mejorar el funcionamiento de la democracia, acostumbrando a nuestros representantes públicos a contar lo que hacen, a dejar huella de los procesos legislativos, facilitando de esta forma la participación del máximo número de personas y agentes interesados, y mejorando la eficacia de nuestras leyes.
Hace unos meses, coincidiendo con el trámite parlamentario de la Ley de Transparencia, reclamamos en estas mismas páginas “luz y taquígrafos” para gobernar. Hoy el Gobierno, y también sus señorías, tienen una nueva oportunidad para incorporar, en el debate de las “medidas de regeneración democrática”, una regulación que permita mejorar la transparencia con la que operan los grupos de interés. Santos Juliá nos recordaba hace unos días los riesgos que, para nuestra democracia, supone que los responsables públicos “renuncien a su poder como representantes de la sociedad”. Nuestra sociedad exige mejores y más eficientes medidas de control y de transparencia, medidas que nos ayuden a religar los muchos lazos rotos con nuestras instituciones públicas. No son tiempos para perezas democráticas.
Firman este artículo, junto a Joan Navarro, otros miembros del Foro por la Transparencia: Joan Roca, Javier Cremades, Emilio Ontiveros, Jordi Sevilla, Carlos Solchaga y Enrique Cervera.
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