Otro peligro para Europa
Hay que frenar cualquier contagio del referéndum en Escocia para salvar el proyecto de la UE
A pesar del debate sosegado, la participación masiva y la ausencia de incidentes, el referéndum sobre la independencia celebrado ayer en Escocia ha sacado a la luz la tensión política que vive no solo Reino Unido, sino toda Europa, y en un momento enormemente complicado de su historia. Además del interés generado por la votación, es evidente la trascendencia histórica de una posible alteración del mapa de Europa occidental y del desmembramiento de una nación centenaria. Por eso en un buen número de capitales europeas el referéndum se ha valorado en términos de política interna. En unos casos, por las innegables repercusiones económicas de la decisión escocesa sobre todos los socios de la Unión Europea y otros países con fuertes vínculos con Reino Unido. Y en otros, además, por las repercusiones del resultado en los movimientos nacionalistas e independentistas locales y la estrategia a la hora de abordar sus reivindicaciones.
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La votación de Escocia ha sido un impecable ejercicio democrático, pero es obvio que ha tenido lugar en un mal momento, en una época en la que Europa necesita reforzarse fundamentalmente en dos ámbitos. Desde el punto de vista económico, la UE se está quedando atrás en la gran partida que juegan los grandes actores de la escena global como China y Estados Unidos. Lo último que necesita una Europa que todavía lucha contra el estancamiento y la crisis económica —y que debería ver con preocupación la importancia estratégica que Washington concede a Asia en detrimento del Atlántico Norte— es rezagarse en la carrera de la recuperación ante la aparición de nuevos e imprevistos problemas, fruto de los errores cometidos en Escocia.
Un parón en este momento especialmente delicado en el proceso integrador europeo —y por tanto en el fortalecimiento económico— es negativo para la producción, el consumo y el empleo; e implica un riesgo de retrocesos que Europa no puede permitirse si quiere seguir manteniendo a sus ciudadanos en similares condiciones materiales a las que llevan viviendo desde hace décadas.
Desde el punto de vista de la seguridad, la tensión que causan las eventuales consecuencias de procesos disgregadores no es menor. Precisamente cuando Europa se encuentra frente a sus dos conflictos potenciales más importantes desde el final de la II Guerra Mundial —la pugna con Rusia por el avance hacia el Este del proceso de integración europea y la amenaza lanzada por el Estado Islámico—, es alarmante que Reino Unido, uno de los pilares defensivos europeos —que además es potencia nuclear y tiene un puesto con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU—, deba cuestionar cómo redimensionar su estrategia de defensa, dónde estacionar sus submarinos y qué hacer con su presupuesto de Defensa.
Pero el referéndum escocés debería conducir a la reacción, no a la parálisis. Es cierto que varios países europeos atraviesan, mezcladas, crisis económicas y sociales con manifestaciones nacionalistas, populistas o antisistema. Las salidas de esas crisis pasan por el debate, la negociación, las reformas, el espíritu de compromiso: la forma de actuar que ha hecho de la UE un ejemplo global desde hace 57 años y que ha forjado los valores sobre los que fundó el proyecto europeo, valores que incluyen la solidaridad y el espíritu de diversidad en la unidad.
La experiencia del proceso culminado ayer por los escoceses debe servir de lección para todos los europeos. En sociedades comprometidas con proyectos de aperturismo, prosperidad e integración, las segregaciones, por muy pacíficas y civilizadas que parezcan, no dejan de ser una mala noticia. Y sus consecuencias las pagamos todos.
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