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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

Lo peor y lo mejor de un CIE

Lola Hierro

Patio del CIE de Aluche. / EL PAÍS

El senegalés Omar Ndiaye ha conocido lo peor de los Centros de Internamiento de Extranjeros de España. Sintió en sus propias carnes la experiencia de vivir enjaulado durante 51 días que se le hicieron eternos. Pero también fue en un CIE donde comprobó hasta dónde llega la bondad del ser humano.

LA LLEGADA

Pero empecemos por el principio, por un 25 de febrero de 2007. Es una fecha que Omar tiene marcada a fuego en su memoria porque ese día salió de su Dakar natal con la intención de llegar a España, el paraíso europeo. Omar, que cuya identidad oculta bajo un nombre ficticio, tenía 22 años y mucho camino por delante. Puso rumbo a Mauritania, donde pasó 28 días buscando a alguien que le metiera en una de las docenas de pateras que ponían rumbo a las islas Canarias.

En los años 2006 y 2007, 31.000 y 11.129 personas fueron rescatadas del Atlántico cuando intentaban alcanzar la costa a bordo de precarias embarcaciones. Casi a diario, los periódicos publicaban titulares como “Canarias recibe a 267 sin papeles a bordo de cayucos en medio mes”, “Más de mil africanos alcanzan Canarias en cuatro días”, y “Llega a Gran Canaria una patera con 46 inmigrantes, dos de ellos muertos”. Efectivamente, ese año murieron 37 personas de origen subsahariano mientras intentaban alcanzar la costa española, aunque la Guardia Civil estimó que el número real de muertos estaba en torno a los 700.

Omar consiguió sobrevivir. Pagó 400 euros por un “billete” a las Canarias, gastó otros diez en un chaleco salvavidas y se embarcó con 86 hombres -el mayor, de 35 años, en un desgastado cayuco de madera. No había mujeres ni niños en su embarcación.

Al vaivén de las olas, esos diez días fueron tranquilos. No hubo muertos en el cayuco de Omar, ni heridos, ni peleas. Dormían sentados en el sitio que se les asignó el primer día. Comían pan, sardinas en lata y fruta que administraba Samba, un hombre que hacía las veces de patrón. “Sabes que estás en el mar y cada uno ocupa su lugar, todos íbamos inmersos en nuestras propias preocupaciones. Nos estábamos buscando la vida”, relata.

Tenerife. Cansancio. Calor. Europa. Omar recuerda a la policía española, a la Cruz Roja y una intérprete senegalesa a quien contó que él procedía de Guinea, pues no quería ser deportado nada más llegar. Entonces paso a un CETI donde estuvo 28 días antes de ser enviado al CIE de Tarragona, donde vivió cuatro días. Luego, la libertad: llamaron a su hermano, que vive en Lérida, y éste fue a buscarle cuando le permitieron marcharse.

LA ADAPTACIÓN

Pasaron dos apacibles años en Binéfar, una localidad ilerdense, hasta que Omar decidió mudarse a Oviedo con un amigo. Todo fue sobre ruedas, salvo porque no tenía papeles: se empadronó, aprendió castellano y empezó a trabajar vendiendo ropa en el top manta. Precisamente por ello le trincó la policía la primera vez. “Fue en Cuenca, en una feria. Era el año 2011 y cuando me cogieron sin documentación me asusté mucho porque no estoy acostumbrado a esto”, dice Omar.

Ya no ha vuelto a vender nada en el top manta, pues cree que se juega demasiado: por vender cuatro trapos acabó con sus huesos en el CIE de Aluche de Madrid, a 500 kilómetros de su casa y de su gente. “La policía me dio una orden de expulsión, y con la misma me volví a Oviedo donde, otra vez vendiendo ropa, me volvieron a pillar”, explica. ”Cuando vieron que tenía una orden de expulsión, me ingresaron en el CIE”. Era el 17 de abril de 2013, otra fecha que Omar no olvida.

EL CIE

“Cuando llegué al CIE fue como entrar en otro mundo. Había mucha gente. Pensé que tenía que aguantar porque no tenía otra cosa que hacer”, recuerda. Omar localizó y se juntó con sus compatriotas senegaleses, y entre conversaciones y la lectura de los periódicos deportivos que le traían voluntarios de ONgs pasaba el tiempo.

Su primer tropezón en el centro fue con la ropa. En el CIE lavan los lunes, pero nadie le avisó, así que no estuvo listo para dar su colada y se quedó una semana más con la ropa sucia. Gracias a este incidente conoció a María (también es nombre falso), una trabajadora del centro. “Ella me explicó el funcionamiento básico de todo y donde había que ir si querías pedir algo”.

El segundo problema de Omar fue de índole sanitaria. “Seguía una tratamiento médico porque tenía muchos dolores de estómago”, cuenta. Cuando se le acabó la medicación, fue al doctor del CIE, que le aseguró que seguiría recetándole lo mismo hasta que sanara. Pero solo le dio paracetamol.

“A los 25 días estaba harto, no podía aguantar más”, dice el joven, que ahora tiene 28 años. Por esas fechas, tuvo otro choque con un agente cuando salía a coger su almuerzo, del que, por cierto, cuenta que siempre comió verduras hervidas. "De todo el tiempo que pasé allí, solo un día me dieron pollo".

-¿De dónde eres?

-A ti que te importa de dónde soy. Déjame paso y haz tu trabajo. Yo voy a comer porque tengo hambre.

-Tú tienes mal genio…

-Pues vale. Por tu traje me hablas así, pero si no fuera por eso te ibas a arrepentir

-¿Me estás amenazando?

-No, lo siento. Estoy hablando solo

Y ahí quedó la trifulca.

LA SALVACIÓN

Pasaron 51 interminables días entre rejas hasta que Omar consiguió la libertad cuando estaba a un paso de ser expulsado: la misma tarde que volvió a pisar la calle, 23 senegaleses salieron deportados en un vuelo hacia su país de origen. Él, sin embargo, se vio de golpe en la calle, a las puertas del CIE, gracias a que su abogada ganó un recurso a su favor. Pero estaba sin un euro en el bolsillo y con todos los miedos del mundo: no tenía forma de volver a casa, no sabía ni siquiera si ir hacia la izquierda, la derecha, o recto. Entonces, recordó: María, su amiga del CIE, le había dado su número de teléfono. ¡Tan preocupado estaba que lo había olvidado!

Nerviosamente, se palpó los bolsillo. Sí. Ahí estaba el papel arrugado. Se dirigió a una cabina y, haciendo uso de unas pocas monedas que le quedaban, marcó los dígitos. Un tono. Dos tonos. Tres tonos. María respondió. Omar respiró.

-¿Quien es?

-Soy yo, Omar.

-¡Ay! ¿Dónde estas?

-En el metro, salgo en libertad.

-¡Qué bien, que alegría!. Vale, no te muevas, quédate ahí. En media hora estoy.

“Espere ese rato y apareció con su coche, me preguntó cómo estaba y me dijo que podía pasar la noche en su casa y que al día siguiente me llevaría a la estación”, cuenta el senegalés.

Omar quería irse directamente a Oviedo porque echaba de menos su casa y a su amigo, pero no fue posible porque no salían más autobuses hasta el día siguiente, así que aceptó la oferta de María. A la mañana siguiente, le acompañó a la estación Sur y le compró el billete de vuelta a casa.

“Fue una tía tan genial… No puedo olvidar lo que ha hecho por mi, todavía no puedo pasar una semana sin llamarla por teléfono y hablar con ella. Ella me pregunta que cuando iré a verla a Madrid, y en cuanto pueda lo voy a hacer”, dice Omar, que ahora trabaja en la recogida de la aceituna en Jaén con todos los papeles en regla. “Si, creo que he conocido lo peor y lo mejor de un CIE”.

Comentarios

Gran articulo, solo que Binefar no es una localidad de Lérida sino de Huesca
Gran articulo, solo que Binefar no es una localidad de Lérida sino de Huesca

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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