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De la guerra a la indigencia

Uno de cada cuatro sirios en Turquía rehúsa ir a un campo de refugiados y acaba viviendo en chabolas o entre cartones A la hora de encontrar trabajo, el idioma y la ausencia de documentación son las principales barreras para un colectivo que no acepta la etiqueta de refugiado

Lola Hierro
Una mujer con su niña en las calles de Estambul.
Una mujer con su niña en las calles de Estambul.L. H.

A las puertas del Gran Bazar de Estambul (Turquía), cuatro niños sentados sobre unos cartones observan a las miles de personas que recorren a diario el centro de la ciudad. Distinguen sin pestañear a los turistas, hasta los que se acercan con la mano extendida y una sonrisa enmarcada en los churretones negros que cubren sus mofletes. Unos metros más lejos, una mujer muy gruesa con un bebé dormido en  sus brazos permanece de cuclillas en el suelo. Tiene la cara muy redonda y enrojecida por el frío del invierno turco pese a los gruesos jerséis y capas de faldas —cada una de un color— que la abrigan. Una turista se aproxima y le dice algo en inglés, pero ella no parece entender. Solo estira la mano, señala a la niña, y vuelve a tenderla con solemnidad. "¿Siria?", pregunta la viajera. Ella asiente con la cabeza y repite con repentina excitación: "¡Siria, Siria!".

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La mujer y los niños que piden limosna podrían ser ciudadanos sirios huidos de la guerra que azota el país desde marzo de 2011, pero también oportunistas que se aprovechan de la mala suerte de los refugiados para sacar dinero haciendo suyo un drama ajeno. O ambas cosas. "Miles de familias viven fuera de los campos de refugiados y, aunque sus condiciones de vida no son fáciles, no se dedican a pedir" advierte Hüseyin Oruç, vicepresidente de la ONG turca IHH, una de las más importantes del mundo islámico. "No obstante, también hay una minoría que sí mendiga de forma profesional, que ya lo hacía antes en Siria. Dan mala imagen al resto", opina él.

Turquía es el país que más sirios ha acogido desde el inicio de la guerra y el que más ha gastado en ellos: dos mil millones de euros desde 2011 para atender a 700.000 refugiados —200.000 viviendo en los 21 campos repartidos por el país—, según datos de abril de 2014 de la Agencia para refugiados de la ONU (ACNUR). Organizaciones como IHH y la misma ACNUR calculan que a finales de 2013 se podría haber llegado al millón contando con quienes se introducen de manera clandestina en el país.

"No quiero ir a un campo porque allí vives encerrado, sin poder hacer nada", exclama Khaled Faour, estudiante de arquitectura de la Universidad de Alepo. La ciudad, con 4,6 millones de habitantes, era la más poblada de Siria y ahora es de la que huyen la mayoría de refugiados: un 37% según el informe Syrian Refugees in Turkey 2013 del Departamento de Desastres y Emergencias del Gobierno turco (AFAD). A principios de 2013, con apenas 20 años, Khaled tuvo que huir precipitadamente a Estambul. El ejército del dictador Bachar El Asad le llamó a filas, pero él no estaba por la labor de alistarse. "No quería ni matar ni que me matasen, así que me fui", afirma.

Khaled es uno de los innumerables jóvenes sirios que ha huido por razones de seguridad. Chicos con estudios, con idiomas y con sueños borrados de un plumazo cuando el Gobierno les llamó para cumplir sus deberes con la patria. Comparte Khaled un piso de alquiler con los Hussein, tres hermanos que se marcharon por la misma razón. "Estoy cansado de que nos digan que hemos venido por dinero, los turcos no se creen que los sirios teníamos buenas casas y buenos trabajos". Lo dice Vindar, el mayor, y no le falta razón: un 81% de sus compatriotas alegó la búsqueda de la seguridad como principal motivo para abandonar Siria, según AFAD. Este arqueólogo de 27 años y natural de Affrin —una aldea cercana a Alepo—, estudiaba un máster en la sede que la Universidad Roma- La Sapienza tenía en la ciudad. "Cerró cuando empezaron a caer bombas", aclara.

Khaled y Vindar pertenecen a ese 75% que viven en pisos o apartamentos, según el informe de AFAD. El 25% restante habita entre plásticos, cartones y casas en ruinas. Como Yasmin, de 25 años, que pasa el día sentada en el suelo, en medio de una amplia acera junto a los muelles de Eminonu, donde se cogen los ferris para cruzar el Estrecho del Bósforo y alcanzar los barrios asiáticos de Estambul. Sujeta en brazos a su única hija, una escuálida niña de cuatro años que no aparenta más de dos, y permanecen ambas impasibles pese al trasiego de personas que las esquivan torpemente. Un carnet posado junto a sus rodillas, demuestra que es ciudadana de Homs. "Mi marido era albañil, pero ahora recoge cartones", admite. Yasmin vive en un apartamento con otras doce personas por el que pagan unos cien euros, cuenta antes de suplicar un poco de leche para su hija.

Las ciudades con más refugiados son las fronterizas: Gaziantep, a un par de horas de Siria, acoge a un 25%, y por detrás van otras cercanas como Hatay, Sanliurfa, Mardin o Kilis. Pero en las grandes, como Ankara o Estambul, también sobreviven jóvenes solitarios, padres de familia y mujeres con niños a su cargo. Los sirios pueden trabajar legalmente si consiguen un permiso del Gobierno, pero aún así, la vida no es fácil. "Hablamos de grandes familias sostenidas por un solo salario y no muy alto porque no suelen acceder a puestos cualificados por culpa de las dificultades con el idioma y con la homologación de títulos", describe Oruç. Además, en Turquía cuentan con menor protección internacional ya que el Ejecutivo no reconoce a los sirios la condición de refugiados sino la de "invitados especiales". Esto significa que no gozan del amparo de la legislación internacional humanitaria y pierden derechos. Por ejemplo, el Gobierno les puede echar cuando quiera.

"Si sabes inglés, puedes trabajar en el sector turístico", explica Khaled, que lleva seis meses vendiendo hierbas en el Bazar de las Especias, uno de los lugares más conocidos de Estambul. Son casi las siete de la tarde de un sábado y el joven está a punto de terminar su jornada laboral. A diez minutos del cierre, aún le da tiempo a vender un par de variedades de té a un turista. En perfecto inglés, explica las propiedades de cada mezcla y, cuando el comprador se decide, pesa, empaqueta, precinta y cobra con diligencia. "Yo contrato igual a un turco que a un sirio", asegura Ahmed, su jefe. Pero Khaled cree que las razones por las que aún conserva el puesto son otras: "No nos hacen contrato y nos pagan menos que a un turco porque saben que aceptaremos. Tenemos situaciones muy complicadas, con toda la familia aquí sin trabajar o, lo que es peor, en Siria".

Khaled y Vindar comprarán cerveza en un colmado ese sábado por la noche y se la beberán a los pies de la Torre Galata, otro lugar emblemático donde acuden muchos jóvenes porque sale más barato que ir a un bar. Por el camino, aprovechan para saludar a sus amigos Joan y Alan, estudiantes sirios de Filología inglesa uno y de Comercio exterior el otro. Ahora se han reciclado en hombres-anuncio en una agencia de turismo. "Tengo que estar con los brazos en alto doce horas al día", se queja Joan.

Las mismas horas pasan en sus trabajos Khaled y Vindar, empleado en una tienda de dulces. "Odio este trabajo y odio Turquía. Hablo tres idiomas y quiero terminar mi carrera y ser arquitecto", gruñe Khaled. "Aquí trabajas de pie seis días a la semana desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Solo puedes descansar diez minutos a mediodía para comer en la trastienda. Mi vida consiste en salir de casa, bajar la calle, trabajar doce horas como un robot, subir la calle, dormir unas horas, despertarme, bajar la cuesta ... es como estar en la rueda de una jaula para hámsteres: nunca avanzas", describe sin ocultar su frustración. Por este tipo de trabajos, cada uno cobra algo menos del equivalente a 500 euros al mes.

Como Yasmin,la mujer de los muelles de Eminonu, malviven también Hala y su familia. Esta mujer de 21 años y cuatro hijos —el mayor de seis años y el menor de 40 días— habita con su marido Harif y otras familias entre los escombros de lo que un día fueron las casas del casco viejo de Gaziantep. Salieron de Alepo cuando el bebé tenía cuatro días. Literal. Laura Fièbineau, estudiante francesa y miembro de un programa de voluntariado europeo, no daba crédito cuando vio las condiciones de vida de estas familias. "No tienen cristales en las ventanas ni agua, duermen cinco o seis en cada habitación y la mayoría son mujeres y niños".

Fièbineau conoció a estas familias a través de sus hijos, con los que ella y el resto de voluntarios de su ONG jugaban en un parque de la ciudad. "Están muy sucios porque trabajan todo el día recogiendo plásticos para ayudar a los padres a llevar dinero a casa", explica. Según datos de AFAD, solo el 14% de los niños sirios que viven fuera de los campos de refugiados asisten al colegio, generalmente porque trabajan para ayudar a la familia.

Un caso diferente

Una excepción que confirma la regla es Ahmad Ajjan, de 35 años, natural de Alepo y profesor de lengua inglesa en la Universidad de Gaziantep. Llegó a Turquía al comienzo de la guerra con un brillante currículo bajo el brazo. “Mi primer trabajo fue en una universidad privada en la que percibía menos sueldo que otros profesores de mi categoría, pero era lo único que tenía”, cuenta mientras prepara con sumo cuidado algunas recetas sirias en su diminuta cocina. Apenas le daba para pagar el pisito donde metió a sus padres y a dos de sus cinco hermanos. Al cabo de unos meses, toda la familia obtuvo plaza en el campo de refugiados de Öncupinar, a unos 60 kilómetros, y le dejaron solo.

Poco después llegó una plaza en la universidad pública con un mejor salario que le permitió alquilar un apartamento más espacioso. Su familia, no obstante, ha preferido seguir acogida en Öncupinar: se sienten más protegidos y menos agobiados por cuestiones económicas. Ahmad se ve como un afortunado porque su vida es como la de cualquier joven con empleo bien remunerado de un país del primer mundo: tiene casa, vida social y un sueldo que le permite concederse caprichos eventuales como libros, ropa o algún viaje. Pese a todo, no está exento de preocupaciones: su hermano menor, que lucha en una milicia islámica contra el ejército de El Asad en Alepo, fue herido de un disparo en el cuello a mediados de abril.

Quienes gozan de pasaporte pueden moverse libremente por Turquía y solicitar la residencia. Para quienes huyeron sin documentación, el Gobierno turco creó la tarjeta AFAD, un carnet de identidad que se expide en ocho ciudades de dos provincias fronterizas: Gaziantep y Sanliurfa. Proporciona asistencia sanitaria, acceso a educación gratuita y un pequeño estipendio mensual de unas 40 liras quincenales (13 euros) para gastar en algunos supermercados concretos. En la práctica, conseguirla es una misión casi imposible porque las tres oficinas que la expiden no son suficientes para atender las peticiones de todos los refugiados que viven en estas ciudades y tampoco las de quienes se encuentran en otras más alejadas. Hala y Harif, por ejemplo, tuvieron que ir hasta tres días seguidos para conseguir las suyas, denuncia Fièbineau. "Fuera de los campos, la situación es peor: no tienen asegurada la comida ni el acceso a la sanidad o a la educación", coincide Oruç, de IHH.

Khaled y Vindar no pueden pedir esa tarjeta porque en Estambul no se expide, pero no la quieren, como tampoco aceptan el permiso de residencia que podrían solicitar solo mostrando el pasaporte. Ni siquiera se han molestado en aprender turco: están planeando su huida clandestina a la Unión Europea, y saben que si las autoridades les cazan entrando ilegalmente y ven que están incluidos en los registros de Turquía, les deportarán otra vez a este país. Ambos sueñan con alcanzar Alemania o Suecia, pues saben que esos países están ofreciendo buenas condiciones a los refugiados.

Los dos amigos de Alepo dependen únicamente de ellos mismos y pueden arriesgarse a cruzar la frontera, pero muchos sirios, con niños, mayores o mujeres a su cargo, no pueden escapar de Turquía ni volver a su país. La vuelta a casa es, cada vez más, una utopía. "Empezamos a observar que los sirios se están dando cuenta de que esto va para largo, por eso están intentando invertir en educación y en buscar mejores trabajos", relata Oruç. "La integración, no obstante, queda aún muy lejana".

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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