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Más allá de la “pornografía humanitaria”

La imagen es una herramienta potentísima para trasladar mensajes Sobre su papel a la hora de contar los conflictos o potenciar la cooperación y la ayuda al desarrollo se debate estos días en las I Jornadas de Fotografía Social en Barcelona organizadas por la Fundación Vicente Ferrer

Pablo Linde
Víctima de una mina que perdió las piernas y un brazo, en Angola en 2002.
Víctima de una mina que perdió las piernas y un brazo, en Angola en 2002.Jane Evelyn Atwood

Hubo un tiempo en el que se hacía “pornografía humanitaria”. Los lastimeros niños desnutridos rodeados de moscas esperando ayuda son el mejor ejemplo. Eran las primeras campañas de las ONG, que consideraban esta táctica la mejor para tocar la fibra de sus potenciales donantes. Este tiempo se ha superado, según explica Josep Giralt, responsable de comunicación de la Fundación Vicente Ferrer (FVF) y de la expresión arriba entrecomillada. El proceso de transformación ha sido lento, desde principios de los noventa, gracias a un cambio en la sensibilidad de los ciudadanos y a “una gran autocrítica” por parte de las organizaciones. Pero la imagen sigue siendo una herramienta potentísima para trasladar mensajes. Es lo que se está debatiendo desde el pasado martes en Barcelona en las I Jornadas de Fotografía Social organizadas por la FVF y el Institut D'Estudis Fotogràfics de Catalunya.

Hoy no se busca dar lástima. Lo que se pretende es contar realidades. Y no siempre las más tristes y miserables. Al otro lado del objetivo hay personas y, por muy obvio que parezca, actuar con esta premisa sirve de salvaguarda para un resultado digno y profesional. Lo explicó el fotógrafo argentino Pablo Tosco, que trabaja para Oxfam Intermón desde hace seis años: “Necesitamos empatizar para que el otro te legitime a retratarlo. No se obtiene lo que las personas llevan dentro en un instante, es imprescindible dedicar tiempo”.

Paciencia. Un término que parece anticuado y casi incompatible con la avalancha de información cibernética que muchas veces premia al más rápido antes que al mejor. La ha cultivado como pocas Jane Evelyn, 66 años, más de 40 con una cámara, a quien le crispa la simple mención de Internet y la idea de que sus imágenes pululen por la red sin control. Ella, que ha dedicado una década a retratar mujeres en prisiones; ella, que se pasó ocho años viviendo con prostitutas para mostrar su realidad, asegura que alcanzar la intimidad con los fotografiados es fundamental para que la instantánea sea sincera y poderosa. Evelyn, cuyo trabajo sirvió para desterrar algunas prácticas abusivas de las penitenciarías norteamericanas, es muy escéptica cuando se le pregunta si se puede cambiar el mundo con la imagen. “Me conformo con que la gente sea consciente de lo que pasa, de mostrárselo de una manera en la que no lo verían”. Y pone el ejemplo de uno de los proyectos que más le ha marcado: los últimos meses de vida de Jean-Louis, uno de los primeros europeos que, a finales de los ochenta, le pusieron cara al sida, una enfermedad por entonces temible, tabú y muy desconocida. Vivió con él durante semanas para contar que era “una persona”, que la gente con sida “existía y podría ser cualquiera”.

Y un concepto tan abstracto y hermoso como la empatía hay que respaldarlo con algo tan concreto y desagradable como la burocracia. Juan Carlos Tomasi, fotógrafo de Médicos sin Fronteras, testigo de un sinfín de conflictos en cada rincón del mundo en el último cuarto de siglo, esgrimía unos papeles en la mano derecha: “Sin esto no hacemos nada”. Eran formularios de autorización que usa siempre que retrata a personas con estigmas sociales (enfermedades, víctimas de maltratos o explotación…).

La premisa es que el anonimato y la dignidad no valen menos en unos continentes que en otros. Y que la indignidad no vende más que la riqueza cultural, según contó Juan Alonso, documentalista de la Fundación Vicente Ferrer, quien cree que mostrar la cotidianidad de aquellos a quienes se pretende ayudar debe de ser la aspiración de cualquier organización. Giralt, en esta línea, se mostró autocrítico con el imaginario que se creó con respecto a los países en desarrollo. “Ahora nos planteamos el porqué de cada foto, debatimos hasta la saciedad cuál es la más adecuada, hemos superado el paternalismo y el eurocentrismo a la hora de mostrar lo que sucede en el mundo, pero es un proceso diario que continúa. Todavía queda quien hace espectáculo y busca audiencia con el sufrimiento de los demás, como el programa de Toñi Moreno de Televisión Española”, reflexiona.

Las catástrofes, los sucesos, son el caldo de cultivo perfecto para caer en estas prácticas, incluso para profesionales que están concienciados de que deben predicar con lo contrario. Es el ejemplo de los miembros de Groundpress, un colectivo de fotoperiodistas centrados en temáticas sociales. Ocurrió con las revueltas mineras de 2012, como explicó Arianna Giménez, una de sus integrantes: “Fuimos dos de nosotros a pasar unas semanas con los mineros y cuando volvimos a seleccionar el material nos dimos cuenta de que sólo teníamos neumáticos ardiendo. Existían y había que mostrarlos, pero dábamos la sensación de que un minero es una persona que se dedica a montar barricadas y a tirar piedras, sin fijarnos en el conflicto que hay detrás de eso y contribuyendo al cliché”. Como su objetivo era justamente huir de él, volvieron a pasar un mes con los mineros para buscar otros ángulos.

La mayoría de los participantes en las jornadas coincidieron en autoaplicarse una frase de Ryszard Kapuscinski: “Para ser buen periodista hay que ser buena persona”. Publicar imágenes sin implicarse, sin tomar partido, incluso, les resulta casi imposible. Esto lo lleva al extremo el rumano Mugur Varzariu, para quien la cámara es una mera herramienta de cambio, como podría usar otra, como la política. Con 44 años, solo lleva cuatro dedicado a la fotografía y, tras algunas incursiones a realidades lejanas a su país, se dio cuenta que no tenía que salir de sus fronteras para encontrar injusticias en las que mojarse. Es un abanderado de la defensa de las comunidades gitanas, un colectivo maltratado y discriminado en muchos lugares de Rumanía. Al contrario que Jane Evelyn, se muestra convencido de que puede cambiar cosas. Y presume de ello: “Soy el enemigo público número uno de los políticos en muchas ciudades de mi país. Gracias a mis fotos he conseguido movilizar a gente y ONG que no estaban haciendo nada para evitar desahucios y mejorar la vida de muchas personas. Yo, un solo hombre”.

Dar voz a quien no la tiene, ésa es la idea con la que coincidieron la mayoría de los ponentes. Los cambios y mejoras, si llegan, lo harán después. Primero hay que hacer visibles los problemas.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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