Ha muerto un papa
Empezó a salirnos de la boca lo mejor de nuestro instinto necrológico. No parecía que se había muerto un político, sino el Papa de una religión verdadera
No sé si estos días han servido para aprender quién fue Adolfo Suárez, pero han resultado imprescindibles para averiguar quiénes somos nosotros. Al ensalzar al difunto, nos ha salido un retrato colectivo al que da pánico asomarse. La historia comenzó con la sorprendente necrológica que le hicimos en vida. Desde el viernes, cuando nos comunicaron que había comenzado a agonizar, hasta el domingo, cuando falleció, echamos sobre él paladas y paladas de adjetivos hipócritas como el que arroja paladas de tierra sobre un vivo que se resiste a ser enterrado. Suárez se resistió lo suyo, pese a que todos, amigos y enemigos, hablaban ya de él en pasado. Su último suspiro nos pilló a medio obituario, entre el más allá y el más acá, podríamos decir. Estábamos al borde de la tumba, con la camisa empapada en sudor debido al esfuerzo. Pero somos un pueblo al que nada detiene.
¡Más madera!, gritaron desde la sala de máquinas. Y cuando ya creíamos que era imposible soltar más ditirambos, más apologías, más exageraciones acerca de aquel hombre al que habíamos en su día detestado también hasta el exceso, empezó a salirnos de la boca lo mejor de nuestro instinto necrológico. No parecía que se había muerto un político, sino el Papa de una religión verdadera. De hecho, se le ha enterrado en una catedral, llevándose consigo, además de los ramos de flores, un aeropuerto, decenas de calles y avenidas, jardines, parques, monumentos, colegios, qué sé yo. De repente, todo se llama Adolfo Suárez. En la comunidad de vecinos de mi casa, que tiene tres escaleras, hemos decidido llamar Adolfo Suárez a la del centro, y con los votos de los de la izquierda y la derecha. No se fijen ustedes en lo que hemos dicho estos días de Suárez; fíjense en lo que hemos dicho de nosotros al hablar de él y comprenderán quizá por qué nos pasa lo que nos pasa.
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