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Sonríe, están enfocando

Medio millar de niños armados con cámaras retratan su día a día en los campos de refugiados sirios en Líbano Huidos desde distintos lugares, el proyecto, además de un lenguaje nuevo y de una herramienta de creación, les ofrece un espacio común para encontrarse y comunicarse a través de la imagen

Entre tanta algarabía, Fatmi ni abre la boca; baja la mirada y se concentra en buscar los colores para dibujar jazmines, su planta preferida. Los pinta rojos, azules, rosas, amarillos, como inventando un mundo en el que la flor blanca se doblegase a sus ambiciones de arcoíris. A solo unos niños de distancia, Bachar utiliza un cartoncillo para crear la perspectiva de su propia 'naturaleza muerta', a la que titula Prado con casa al fondo. Allá en Raqqa, de donde vino hace un año, ya no le queda ni prado, ni casa. Todo lo que el pequeño tiene ahora para inspirarse se encuentra dentro de las paredes semiderruidas de una antigua casona a la que se conoce como 'almacén de cebollas', en Al Fayda, una pequeña localidad en el valle oriental de la Bekaa, en Líbano.

“No recuerdo mucho de Siria”, zanja en una pausa Fatmi, contendiente aventajada de 12 años en esa especie de concurso de dibujo ideado por los miembros de Zakira, una asociación libanesa especializada en organizar proyectos con la fotografía como herramienta y como concepto. El premio: dejar volar la imaginación durante un par de días con una cámara en las manos. Los responsables de Zakira, en colaboración con el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) se han comprometido a entregar 500 cámaras desechables a 500 niños sirios refugiados en Líbano para que sean ellos mismos quienes retraten su día a día sin escuelas, con calcetines sucios y colchones bajo los techados de plástico de las tiendas levantadas entre el barro.

La competición es un mero trámite. “A través de sus dibujos evaluamos sus habilidades, su visión”, explica Usama Ayub, fotoperiodista y cofundador de Zakira, “me he fijado en Fatmi, con las flores y toda la parafernalia, porque su encuadre es muy bueno”. A sus pies, rodeando una lona que separa los papeles de la tierra, una docena de niños de entre 7 y 12 años se pelea por atrapar las ceras sobre el plástico. “Algunos de ellos están perdidos”, comenta Usama, “pero acabarán pillándolo, ahora mismo, tres o cuatro de ellos sí parecen capaces de ver cosas para fotografiar”.

Lahza 2, como se llama el proyecto, pretende mirar a la que Naciones Unidas ya califica como la mayor crisis de refugiados de la historia con otros ojos, inocentes, imparciales. El 2 en el nombre consolida el programa. Lazha (momento, en árabe, por ese instante en que el click del obturador atrapa una realidad) ya se puso a prueba en los campos de refugiados palestinos en Líbano, donde la prole de la nakba vive marginada sin futuro, sin ciudadanía y con la culpa atribuida de haber desatado los 15 años de guerra civil libanesa (1975-1990).

“Consideramos que fue un proyecto exitoso”, reivindica Ramzi Haiddar, ideólogo de Zakira, “vimos los resultados positivos en los niños (palestinos) y consideramos conveniente repetirlo en 2013 con los niños sirios refugiados”. UNICEF recogió el testigo. “Nos encontramos uno al otro”, ríe Haiddar, que carga con más de 30 años de imágenes de guerra en el diafragma y en la retina. La iniciativa tiene tres patas fundamentales: comunicar, empoderar y documentar. “El primer impacto positivo (con Lazha) fue la comunicación entre los niños que viven en los campos”, explica, “aunque viven cerca los unos de los otros, en el mismo área, vienen de diferentes backgrounds, no interactúan; este proyecto les da algo en común, un espacio para encontrarse y comunicarse a través de la cámara”. Al mismo tiempo, de un modo rudimentario, el proyecto les proporciona una nueva herramienta para expresarse y les introduce en una nueva disciplina. El resultado son un mínimo de 500 imágenes tomadas con una perspectiva única, “diferente a la de un fotógrafo profesional o un fotoperiodista”, según Haiddar, que posteriormente viajarán por el mundo editadas en un libro y recogidas en una exposición itinerante.

Mientras espera para ver su nombre estampado en el catálogo, Fatmi se afana en cogerle el tranquillo a la cámara. Camina sin despegarse la máquina de la cara, fusionando su ojo con el objetivo, mientras a su alrededor revolotean los ociosos esperando convertirse en protagonistas de alguna de sus instantáneas. Bachar, a quien le gusta escalar, ya se ha encaramado al muro más alto del recinto en busca de una panorámica de altura.

El de Al Fayda es solo uno de los 33 campos que la asociación ha visitado solo en Bekaa. A ellos se suman otros tantos en el norte de Líbano, el sur y la región de Beirut y Monte Líbano. En total, casi un centenar de asentamientos informales a los que el Gobierno se niega a calificar como campos de refugiados. Tres años de guerra en Siria han dejado casi un millón de desplazados en el país (dos de cada cinco de los 2,5 millones de personas desperdigadas por toda la región y el equivalente a un 22% de los menos de 4,5 millones de libaneses). Casi la mitad son niños, según el registro de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refigiados (ACNUR). Y estos números tienen la costumbre de comer, llorar y, a veces, hasta jugar.

“Me gusta Líbano”, confirma Fatmi, “jugamos mucho con amigos, sobre todo al escondite”. De eso se encarga Hiba Shaaban, voluntaria en Zakira y coordinadora de las actividades que organizan con los pequeños para entretenerlos. “Cada día vamos a un campo, primero damos a los niños papeles y colores, a los menores de siete (que no entran en el proyecto) les damos cuadernos para colorear”, comenta, “algunas veces junto a un grupo de niños, bailamos, cantamos y pasamos el rato, y si tenemos casos especiales, intentamos ayudarlos, si podemos”. “Al final del día, les damos un paquete con ropa: chaqueta, calcetines, zapatos”.

“Nos hemos encontrado con niños que no saben nada de sus familias”, cuenta Haiddar, “en algún momento se perdieron y ahora viven con otras personas”. ACNUR contabiliza hasta 3.500 niños refugiados que llegaron sin padres o a los que la guerra ha dejado huérfanos, solo en Líbano, un país donde ya se ha detectado un alarmante número de casos de malnutrición , “una amenaza silenciosa”, como califica el informe de UNICEF publicado a finales de septiembre, “ligada a una pobre higiene, agua potable insalubre, enfermedades, falta de inmunización y prácticas de alimentación inapropiadas”. Solo en el último año el número de casos de malnutrición en Líbano se ha multiplicado por dos, sobrepasando los niveles que la Organización Mundial de la Salud considera “aceptables” (entre un 5% y un 10%, el índice de prevalencia de malnutrición en niños sirios en Líbano es de un 5,9%).

Haiddar, que comenzó su carrera fotografiando la guerra en su propia casa, reconoce que su dedicación a Zakira (memoria, en árabe) y a Lahza es casi un pago por los servicios prestados, por la miseria retratada en Irak, Yemen, Chad, Argelia o Libia. “Es una reconciliación conmigo mismo”, enfatiza, “como fotoperiodista no me he interesado tanto por la lucha como por la realidad que se vive, que es la devastación y la muerte, porque el combatiente y el soldado están en un lugar seguro, tras las barricadas, a donde no es fácil acceder, pero lo que sí ves es el resultado de sus armas”. “La fotografía”, prosigue, “no está consiguiendo el impacto necesario en la gente, porque si realmente nos viéramos afectados por esas imágenes no entraríamos en guerra una y otra vez, el mundo no estaría repleto de guerras”. “La gente, simplemente, mira las imágenes y luego las echa a un lado”.

En Al Fayda, tras la llegada de la comitiva, son los niños quienes 'disparan'. La fiebre de la fotografía se ha desatado y Malika, de 14 años (fuera del proyecto), ha decidido no quedarse con el gusanillo. Casi arranca la réflex de las manos a cualquier forastero que pasea por su territorio apuntando con un objetivo. Se pone en modo mandamás cuando consigue hacerse con una cámara prestada de la que comienza a aporrear el disparador ansiosa, sin esperar a recibir instrucciones. Las imágenes que ha tomado han dejado guardadas en la memoria a sus colegas, algunos posando con cara de pasmados y otras coquetas que aprovechan un rayo de sol para sacar las gafas a relucir. “Les han privado de cualquier derecho, llegan asustados , viviendo, en algunos casos, aterrorizados”, se lamenta Ramzi Haiddar, “por supuesto, estos niños necesitan más que una cámara, pero esto es lo que nosotros podemos hacer”.

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