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Nosotras, diosas y esclavas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chittichilakamma

Mi nombre es Sivaratna. ¿Edad? Ahora tengo 19 años. Cuando me contagié tenía doce, era una niña. Nunca imaginé lo que nos iba a pasar Quinta historia de mujeres en India extraída del libro 'Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades', de Manuel Rivas, sobre el trabajo del más famoso cooperante español

Manuel Rivas
Suresh, Shivaratna y la niña Sri Nidhi, en el hospital
Suresh, Shivaratna y la niña Sri Nidhi, en el hospitalÁngel López Soto

¿La India, el peor país para las niñas? No sé. No creo que sea exagerado eso que se dice. Lo espeluznante no son los encabezamientos de los informes sino lo que los informes dicen. Supongo que en otros países del mundo tampoco les debe ir demasiado bien a las mu­jeres.

Mi nombre es Sivaratna. ¿Edad? Ahora tengo dieci­nueve años. Cuando me contagié tenía doce, era una niña. Nunca imaginé lo que nos iba a pasar en estos cinco años.

No, no se preocupe por Sreenidhi. El padre está pendiente. La niña es como un pájaro. Parece increí­ble. ¡Teníamos tanto miedo! Hace poco que echó a andar y ya sube por todas partes, trepa por los árbo­les, anda por las ramas, pero no se cae, no se lastima. Es como si la naturaleza nos quisiera compensar el sufrimiento tan grande que pasamos. Voy a cantarle la canción, ya verá cómo se acerca:

Chittichilakamma,

loro pequeñito,

¿te ha pegado tu madre?

¿Has ido al jardín?

¿Has traído fruta?

¿Te la has guardado

o te la has comido?

Ve, aquí está. No para quieta. Es elástica. Eres como Chittichilakamma, el loro pequeñito, ¿eh?

Fue al hacerme este tatuaje en la mano. Utilicé la misma aguja que había utilizado mi madre. Mi madre es costurera. Hace saris. Unos saris preciosos. Ahora que la vida parece sosegarse un poco para nosotros, quiero ser costurera y aprender a hacer esos saris de seda. Mi madre se sentía muy débil, muy enferma. Fue a algún médico, pero no había forma de saber lo que tenía. Hasta que un día, en la Fundación, le hicieron la analítica y supo que estaba infectada de VIH. Y luego nos analizaron a nosotros, a los hijos. Mi hermano pequeño y yo también estábamos contagiados por el virus.

Nuestro padre trabajaba como jornalero. Somos de un pueblo llamado Puttokuntra, donde viven unas doscientas familias. A veces, él y otros iba a trabajar fuera. Como peones, en la ciudad. El caso es que él se contagió de VIH. Lo sabía. ¡Lo sabía y no dijo nada!

Él contagió a mi madre. Y luego caímos mi herma­no y yo. ¡Sin saber nadie nada de lo que estaba pasan­do! Odié a mi padre. Él ha fallecido, murió cuando la niña tenía cinco meses. Pero nunca pude perdonarle.

No me lo dijeron directamente. Hablaron dos o tres veces con mi madre. Cuando al fin me dieron la noti­cia de que estaba infectada, me encerré en una habita­ción. No quería ni ver ni hablar con nadie. Me pasé los días llorando. No podía entenderlo. Juré que nun­ca me casaría. Que nunca confiaría en un hombre. Luego empecé a asistir a reuniones en la Fundación. Nos hablaban. Nos daban esperanza. Nos decían que esto no era el fin del mundo. Que podíamos recons­truir nuestras vidas. Que podíamos levantarnos. Ha­bía tratamientos nuevos. El VIH no era una peste in­curable ni una maldición divina. Pero lo que más me chocó en aquel momento es que también nos decían que podíamos llevar una vida normal. Que podíamos vivir el amor. Que podíamos tener hijos. ¿Hijos? ¿Y el virus qué?

En esas reuniones conocí a Surehbabu. Él se había contagiado a los veintiséis años. Había tenido relacio­nes sexuales de riesgo, sin preservativos. Estuvo muy enfermo, a punto de morir. Perdió en poco tiempo cuarenta kilos de peso. Cuando coincidimos en las reuniones, empezaba a recuperarse. Un día cruzamos las miradas y nos sonreímos.

Me gusta cómo es. Dulce, silencioso, cariñoso. Los dos hemos renacido y conocemos la fragilidad de la vida y también su fuerza. Nos casamos en una fiesta sencilla, en un templo que nos gusta, en Thirupathi. Fuimos las dos familias en autobús. Nos hicimos mu­chas fotos. Comimos. Bailamos.

Yo tenía miedo a quedar embarazada. Pero los médicos del hospital de Bathalapalli me daban con­fianza. El tratamiento de antivirales tuvo efecto. La niña nació sin VIH. Esta vez lloré de alegría. Y en año y medio los análisis de seguimiento han dado ne­gativo. Pero no vamos a tener más hijos. Me he he­cho ligadura de trompas. La vida ya nos ha dado a Sivaratna.

Sí, tenemos ayudas. El gobierno nos facilita los an­tivirales de primera línea. Y cuando necesitamos algo más, nos apoya la Fundación. Surehbabu trabaja en el suministro de agua. Yo he empezado a estudiar. Sí, quiero estudiar. Aprender a hacer saris, pero también estudiar. Como mi niña.

En el libro Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades (RBA), el escritor Manuel Rivas siguió las huellas del famoso cooperante nacido en Barcelona (1920-2009) desde su adolescencia republicana en España hasta su lucha para transformar la desértica Anantapur, en India, en un territorio de esperanza. La clave de esa revolución del siglo XXI ha sido el situar a la mujer en el corazón y la vanguardia de la comunidad. Aquí se cuentan en primera persona algunos testimonios de ese tránsito: entre la opresión y la re-existencia.

Retratos de ocho mujeres de la mano del fotógrafo Ángel López Soto.

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