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Tribuna
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La politización miope del proceso catalán

La hipotética independencia solo es una redistribución competencial

"El terrorismo en el País Vasco es una cuestión de orden público, pero el verdadero peligro es el hecho diferencial catalán”. Esta afirmación que Felipe González pronunció en Toledo (1984) ya encierra en sí misma la raíz del conflicto actual: ver como problema un hecho diferencial.

A día de hoy, ni España ha podido consolidarse como un Estado uniformizado al estilo francés, ni las nacionalidades españolas de matriz no castellana han tenido suficiente fuerza como para recuperar su plena personalidad jurídica, abolida a principios del XVIII en el caso de la Corona de Aragón (las singularidades vasco-navarra, gallega, de raíz distinta, merecen capítulo aparte).

El hecho es que la situación actual de “desafección” de Cataluña —por utilizar el eufemismo de Montilla— en relación a las instituciones de España es evidente. Pero no me parece cierto que esa desafección se refiera a los españoles sino a unas organizaciones políticas y a unas instituciones que son incapaces de dar respuesta a requerimientos inequívocos de la sociedad catalana. Me atrevería incluso a añadir que esa desafección y fatiga es mutua, a pesar de que a ambos lados del Ebro continúan existiendo muestras inequívocas de afecto recíproco entre la ciudadanía.

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Josep Pla, conservador pertinaz nada sospechoso de nacionalista, acostumbraba a decir que lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas. Y no le faltaba razón en relación al debate territorial, porque una cosa son las grandes formulaciones ideológicas y otra muy distinta es la praxis cotidiana. Veamos, si no, cómo contrasta con su posición actual la resolución aprobada por el PSOE en el Congreso de Suresnes (1974): “La definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado Español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento a la autodeterminación de las mismas, que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado Español” .

La desafección de Cataluña no es a los españoles, sino a unas instituciones y partidos

Y un PSOE que mantenía estos principios fue justamente el partido con el que pactaron el resto de organizaciones catalanas que se reclamaban también socialistas, para alumbrar al actual PSC. Es difícil, pues, comprender los aspavientos de aquellos que ahora se extrañan de que socialistas catalanes defiendan el derecho a decidir. Lo cierto es que el embrollo se inició en 1978 cuando el PSOE obvió, entre otros principios, lo que había aprobado también en Suresnes: “La Constitución garantizará el derecho de autodeterminación”.

Si nos centramos en la evolución política del socialismo catalán estricto, conviene no olvidar que entre los cuatro puntos de la Assemblea de Catalunya, que asumieron todos, figuraba el restablecimiento provisional de las instituciones configuradas en el Estatuto de 1932 como paso previo para llegar “al pleno ejercicio del derecho de autodeterminación”. Por tanto, en Cataluña cuesta entender a los socialistas que se desdicen a la hora de la verdad de aquello que defendían no hace tanto tiempo.

Quisiera exponer también una reflexión dirigida especialmente a aquellas personas que defienden la improcedencia de que los catalanes decidan el futuro de Cataluña, aduciendo que la soberanía nacional reside en el conjunto de los ciudadanos de todo el Estado. Resulta difícil encontrar situaciones equivalentes a nivel internacional, más allá del caso de Checoslovaquia y de algunos pocos más, pero prefiero ceñirme a la propia historia de España para poner en evidencia tal falacia.

En democracia, ningún territorio español se ha separado nunca con el consentimiento del Estado. Los casos de Guinea Ecuatorial, de Ifni, de Marruecos y del Sáhara se produjeron bajo un régimen autocrático, nunca democrático. Tampoco la secesión de los Estados hispanoamericanos en el siglo XIX contó con la aprobación de las instituciones españolas.

La Constitución democrática de 1812 proclamaba en su artículo primero que “la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Legalmente, tan españoles eran entonces los mexicanos como los murcianos. Y a pesar de ello, a los secesionistas hispanoamericanos (básicamente españoles europeos o sus descendientes, y no indígenas) no se les pasó nunca por la cabeza que el resto de españoles pudieran opinar sobre su derecho a decidir. Como no podía ser de otra manera, España acabó reconociendo la independencia de los territorios “de ambos hemisferios” que habían formado parte de “la nación española”, según la propia Constitución de Cádiz ya mencionada. Igual que Carlos II también había reconocido la independencia de Portugal (Tratado de Lisboa, 1668).

Los socialistas se desdicen ahora del derecho a la autodeterminación

Llegados a este punto, convendría hacer un esfuerzo de contextualización de la situación española actual en el marco europeo. El Reino de España y el hipotético Estado catalán, tarde o temprano convivirán en el marco de la Unión, incluso en el caso, no menos hipotético, de la “expulsión” inicial de Cataluña. Dicho esto, la probabilidad de que este posible Estado catalán no sea vetado en Europa, ni siquiera por España, es alta; ya que, en caso contrario, el Estado español resultante de la secesión tendría problemas muy relevantes de conexión física con el resto del territorio de la Unión y se encarecerían notablemente sus exportaciones.

Por todo lo que precede, parece aconsejable serenar el debate. Solo así todos nos ahorraremos etapas que generarán dolor y frustración, pero que no evitarán que España y Cataluña convivan a medio plazo en el mismo marco legal europeo.

La Unión Europea es una aproximación a una organización confederal de la cual, cuando uno de los Estados que forman parte así lo decida, se puede separar sin que el resto tenga opción a impedirlo. El Reino Unido, por ejemplo. Y a nadie se le ocurre defender lo contrario.

Durante su historia y en democracia (absténganse, pues, de objetar lo que sucedió durante su Guerra de Secesión) en Estados Unidos se han modificado en diversas ocasiones los límites de sus Estados miembros y se han escindido territorios dando lugar a nuevos Estados sin que nadie se planteara su expulsión de la Unión. Con menor frecuencia han sucedido casos semejantes en Suiza sin que el resto de suizos objetara lo más mínimo a la voluntad de los ciudadanos afectados directamente por dichos cambios.

Por todo ello, y sabiendo que la Unión Europea es una construcción política con futuro, me atrevo a plantear la desdramatización del problema. Si vamos a continuar conviviendo todos los actuales españoles en el mismo marco político que es Europa, ¿hasta qué punto tiene lógica que una simple modificación de límites administrativos internos de la Unión genere un debate tan apasionado como el que estamos viviendo hoy?

Resulta difícil de entender, ya que la vida cotidiana futura del conjunto de ciudadanos de la Unión seguirá ajena a lo que no deja de ser un debate menor desde de la perspectiva europea, ya que la hipotética independencia de Cataluña no es más que una redistribución competencial que afectará, en el peor de los casos, a poco más de un 10% de la población de la UE, y que tiene fácil solución en un marco de ejercicio democrático.

Y por la cuenta que les tiene a las partes en conflicto, tengo pocas dudas de que, llegada la hora de verdad, se guiarán por el sentido común.

Santiago Cucurella es vicepresidente de la Federació Catalana d’Associacions UNESCO y exdirector de la Fundació Universitària Martí l’Humà.

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