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Nosotras, diosas y esclavas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El olor de la sal

La lucha de Gulab, ciega de nacimiento, por estudiar y ser profesora de idiomas. La tercera historia de mujeres en la India extraídas del libro 'Rumbo a las estrellas, con dificultades', de Manuel Rivas, sobre el trabajo de Vicente Ferrer

Manuel Rivas
Gulab, junto a su madre, en el instituto de Anantapur donde estudia para ser profesora.
Gulab, junto a su madre, en el instituto de Anantapur donde estudia para ser profesora.Ángel López Soto

Uno de los olores que le gusta a Gulab es el de la sal.

Y el tacto.

Porque es suave y áspera a la vez.

Gulab es una muchacha, tiene dieciséis años, pero una voz que va más allá, como de otro tiempo. En silen­cio, al lado de su madre, ambas sentadas, las manos cogidas, parece una niña que vive un momento especial de reencuentro familiar. También el lugar es especial. El aula del instituto público de Mudigubba, en la zona rural de Anantapur. Un edificio modesto, en la sole­dad de un descampado próximo a la carretera, con un patio de tierra endurecida, agrietada, donde algunos árboles mantienen una posición heroica de reclutas de sombra, con sus hojas contadas. Los pupitres son de piedra de pizarra. A Gulab también le gusta esa textu­ra fresca. En toda su modestia, el lugar tiene el aura de un lugar querido.

Nosotros estamos sentados en la posición de los alumnos. Algunos, chicos y chicas, asoman con discreción por las pocas ventanas abiertas, pues hay que mantener el sol a raya. La mayoría ha ido a comer. Gulab y su Asmathbee, de cuarenta y ocho años, están sentadas en el lugar que normalmente ocuparía la per­sona que impartiera clase. Y es ahí, cuando habla, cuando su presencia se transforma. Crece. Deja de te­ner el tamaño de una niña. Gulab es ciega de naci­miento. Gran parte de su cara está afectada por un gran tumor. Es un rostro en el que predomina la pin­celada sobre la línea. Ella vela con un paño, por mo­mentos, esa parte. Viste con gusto. Se toma mucho interés por su ropa. Su estilo, sus colores. Se despierta muy temprano, hacia las cinco de la mañana, para limpiarse y arreglarse. Pero lo que al final le interesa, lo que centra su presencia, es lo que dice, lo que quiere expresar. Es la voz de una mujer sabia. Ha vivido y sentido cosas que no están a nuestro alcance. Ha con­vertido sus problemas en valores.

Hace unos años, pocos, las niñas ciegas como Gu­lab no tenían ningún futuro. No por sí mismas. La educación era inviable en castas y lugares margina­dos. Con Gulab había un condicionante añadido. Un rechazo por su aspecto físico. La palabra que más oía a su alrededor era: «¡Monstruo!». Y desde pequeña tuvo que asimilar que ella era la destinataria de eso terrible que oía. En este caso, la familia fue decisiva. Su madre es costurera. A Gulab le gustaba mucho oír el canto mecánico de la Singer, un contacto entre la madre y ella. Y la radio. Le apasiona la radio. Y todas las músicas posibles. Y las voces de la naturaleza. El viento. La lluvia. Hay tantos vientos como instrumen­tos musicales. Y la lluvia tiene sentimientos, puede ve­nir triste o alegre. ¿Oír cuentos? No, prefiere las histo­rias familiares. La memoria de las voces anónimas. Despierta con los gallos. Le entristece mucho oír el lamento de los perros.

Gulab tiene muy desarrollados los sentidos. Tam­bién el de la vista, solo que ve hacia dentro. Puede reconstruir lo que le ha pasado. La experiencia inol­vidable en la escuela de la Fundación, que abrió los primeros centros con una pedagogía avanzada para las diferentes discapacidades. Allí conoció a Alba, una voluntaria catalana, ciega ella también de naci­miento. Había llegado a ser deportista de esquí sobre nieve. Pero adonde quería llegar Alba, por encima de las altas montañas, era precisamente a la India. Y Gulab aprendió mucho con ella y con otras volunta­rias. A distinguir los colores, por ejemplo. A cuidarse de sí misma. A leer en braille. Recuerda muy bien la primera vez que llegó allí y conoció a Vicente. No se le escapa una fecha. Era un sábado, el 11 de noviem­bre de 2000. Es un portento para las cifras (puede hacer operaciones complejas en segundos). Y para las lenguas. Ese es su sueño. Ser profesora de idiomas. Las palabras la quieren. Se quedan siempre con ella. Aprender idiomas. Enseñarlos. Traducirlos. Trans­migrarlos.

Todo iba bien para Gulab. Después de estudiar en el centro de la Fundación, el siguiente paso era ir, con una beca, a un instituto de alta calidad educativa. En la gran ciudad de Hyderabad. Junto con Bangalore, centro también de innovación tecnológica, espejos de la India emergente. Gulab reunía todas las condicio­nes y más. Lo que nunca se imaginó es que sería recha­zada por su aspecto. La dirección alegó que la presen­cia física de Gulab tendría efectos negativos en los otros estudiantes. Otra vez resonaba el estigma de la infancia: «¡Monstruo!».

Su voz es tan especial. Es una voz que parece conte­ner toda la musculatura humana de la historia. Va cambiando su cuerpo. Su rostro es bello, de una belle­za convulsa. No puedo dejar de pensar en la historia de Joseph Marrick, aquel ser extremadamente sensi­ble, marginado, que inspiraría El hombre elefante de David Lynch.

Al principio, a Gulab, se le vino el mundo abajo.

Hubo una gran campaña de solidaridad. Y Gulab adquirió fuerza, se rebeló contra aquella injusticia. Le ofrecieron una especie de acuerdo solapado. Podría ir a Hyderabad, tal vez a otro sitio de educación espe­cial.

Gulab sorprendió a todos. O a casi todos. No aceptaba ese parche. Se iría a su tierra, a un insti­tuto público normal. Y allí está. Con una califica­ción de 329 puntos sobre 500. No se le escapa una cifra.

Le pregunto si admira a algún personaje histórico. Esas preguntas que se hacen por preguntar. Y me res­ponde de inmediato:

Durgabai Deshmukh.

¿Quién es Durgabai? Una luchadora.

Cuando me documento, me encuentro con un per­sonaje extraordinario. Una niña de Andhra Pradesh a la que obligaron a casarse con ocho años. Pero se liberó de las ataduras muy pronto. A los doce años recogía fondos para la lucha independentista de la India y se encontró de frente con Gandhi. Estuvo en prisión en tres ocasiones. Puso en marcha el Andhra Mahila Sabha, una red vanguardista de asistencia so­cial. Prestó especial atención a la educación de la in­fancia con discapacidades, empezando por la cegue­ra. Tenía el don de la palabra. Fue premio especial de la Unesco.

Pero antes, en su época de activista por la libertad de la India participó en la célebre Marcha de la Sal, en 1930. Al principio, ridiculizaron a Gandhi por esta iniciativa. Pero cuando cientos de miles de per­sonas se dirigieron hacia la costa y las salinas para coger un puñado de sal prohibida, ese día el Imperio Británico supo que iba a perder la India. Por un pu­ñado de sal.

El olor de Gulab.

En el libro Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades (RBA), Manuel Rivas siguió las huellas de Vicente Ferrer (1920-2009) desde su adolescencia republicana en España hasta su lucha para transformar la desértica Anantapur, en la India, en un territorio de la esperanza. La clave de esa revolución del siglo XXI ha sido el situar a la mujer en el corazón y la vanguardia de la comunidad. Aquí se cuentan en primera persona algunos testimonios de ese tránsito: entre la opresión y la re-existencia.Retratos de mujeres indias de la mano del fotógrafo Ángel López Soto.

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