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Tribuna
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Por un Estado egoísta

En Cataluña hace falta una simbiosis entre ideología y razón, entre lo bueno y lo posible

Jordi Gracia

Ni fuegos artificiales ni tormenta pasajera. El conflicto catalán es hoy un problema en tres dimensiones, dos pares de narices y un solo cauce de solución pacífica o no traumática. Hasta hace al menos dos años, era legítimo creer lo contrario. La derecha catalanista había jugado una carta activamente política a lo largo de la democracia mientras negociaba nuevas condiciones y favorecía o neutralizaba posibles alianzas, tanto a izquierda como a derecha y tanto en Madrid como en Barcelona. Y de esa estrategia accidentalista, por supuesto, viene parte de la prolongada confusión sobre lo que de verdad ha cambiado en Cataluña desde mayo de 2010 y sobre todo desde la precipitada convocatoria de elecciones por parte de Artur Mas tras el 11 de septiembre de 2012.

Todo hacía pensar que estábamos ante una diferencia de grado, o de nivel o solo de decibelios retóricos. Nunca había estado en el espíritu clásico de CiU romper baraja alguna sino el ejercicio basculante que atendía a dos platillos a la vez: satisfacer una demanda catalana que reclamaba más poder en Madrid y facilitar los puentes con el Estado que lo garantizasen en Barcelona, puro equilibrismo, táctica y política, a veces en el hotel Majestic y a veces en lugares menos llamativos.

CiU ha virado hacia el independentismo pero ahora ya no lidera la política nacionalista 
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Eso es historia. El relevo generacional ha tomado el poder del partido desde hace más años de los que parece y ha desplazado el eje ideológico desde el ámbito de las convicciones privadas o íntimas hacia el eje de lo políticamente posible, público y natural, programático. Y el eje es por supuesto la aspiración a la independencia que anida en todo partido nacionalista y de vocación hegemónica.

El cambio ha afectado a más ámbitos: ahora CiU ya no lidera de forma hegemónica la política nacionalista en Cataluña porque ha de compartir el liderazgo con el partido que ha capitalizado en los últimos tres o cuatro años el salto cualitativo que vive una parte muy amplia de Cataluña y también de sus medios de comunicación. ERC vive desde las últimas elecciones en el mejor de los mundos, sin erosión política de ningún tipo, sin el menor coste para su imagen, para sus siglas ni desde luego para su líder, Oriol Junqueras. El reforzamiento de sus posiciones lo están haciendo los demás sin que Junqueras tenga que mover un dedo: es la esperanza blanca, el tapado o el redentor que tomará el relevo de un amortizado Artur Mas (que se ha declarado él mismo incluso políticamente “quemado”).

Cuando regrese al primer plano, cuando Junqueras baje a la tierra y salga del triángulo mágico que hoy tutela el proceso desde los cielos, quizá el impulso de crecimiento viva una frenada imprevista o al menos una contención. Ni su discurso simplificador ni su esquemática e idealizada idea de una Cataluña independiente pueden ganar demasiados votos que ya no tenga, por no hablar de la inconsistencia de su reescritura del pasado del catalanismo en democracia, según él, victimizado y maltratado y no lo que ha sido de veras, cooperador necesario y decidido. Ni al más aguerrido catalán puede tranquilizar esa iluminación en las tinieblas y la primera consecuencia de activar una convocatoria electoral, en la forma que fuere, puede ser reactivar en público la suspicacia o la abierta desconfianza ante el bucólico diseño de la Cataluña futura y libre que hoy queda inmaculadamente intacto en los cielos de la fe.

ERC vive desde las últimas elecciones en el mejor de los mundos, sin erosión política

Pero eso son ahora mismo fantasías porque Junqueras está en el cielo, que es todo lo contrario de lo que contienen dos solventes y documentados libros para hacerse cargo de las nuevas condiciones objetivas en Cataluña, más allá de las condiciones subjetivas de la ideología. Los dos son recientes, los dos son asequibles, los dos son de periodistas de probidad probada, los dos son catalanes y ninguno de los dos, al menos de momento, es independentista. Pero sobre todo ninguno de los dos transige con simplificar las cosas para lectores adictos a una u otra trinchera.

Lluís Bassets despliega en Cinc minuts abans de decidir (RBA-La Magrana) la anatomía de un proceso plagado de culpas a dos bandas y la virtud de un espacio angosto, el de la racionalidad, para que el enjuague de las pérdidas sea lo menos oneroso posible para todos. Xavier Vidal-Folch propone ante un interrogante, ¿Cataluña independiente? (Fundación Alternativas), el análisis económico, sintético pero meticuloso de la situación actual con perspectiva histórica y sin transigir tampoco ni con delirios económicos dictados por la fe ideológica ni con aspavientos inmovilistas sobre estos catalanes tan peseteros.

Ambos ocupan el espacio político menos brillante, el que en apariencia flirtea con la componenda sosainas y pactista, con la tipología lúgubre del catalán de siempre, calculador y posibilista. Pero es rotundamente mentira: eso sería verdad quizá hace cinco o 10 años, pero estos libros son de hoy y no de hace cinco o 10 años. Y en ambos lo que subyace es el ejercicio más valiente de compromiso entre lo bueno y lo posible: la trinchera donde se cava la lealtad de Estado y al mismo tiempo las condiciones pactadas de esa lealtad de doble dirección. Racionalidad e ideología no se excluyen (o no necesariamente) y esa simbiosis es la que echamos de menos en Cataluña una porción inmensa (tan inmensa como la secesionista) de catalanes: la adopción de criterios políticos desde el interés egoísta y no morbosamente ideológico, desde el cálculo de beneficios mutuos y la neutralización de la pulsión destructiva de la fe (en el final redentor o en la inmovilidad apaciguadora).

La mitad de los ciudadanos reclama hoy un Estado que preserve su propio bien

El problema es nuevo porque la Cataluña de hoy es otra. Va lanzada en una trayectoria que desemboca o bien en la independencia como fantasía honesta pero traumática y sin beneficio claro o bien la fantasía honesta también, pero más sensata y fecunda, de modificar su relación con el resto de España, y no solo por encima o deprisa y corriendo, sino con el cuidado que reclaman las realidades complejas donde las culpas son compartidas. Lo que es seguro es que apenas nadie en Cataluña, ni el votante del PP, ni siquiera el votante de Ciutadans, se conformará con que nada ni nadie haga nada desde el Estado.

La mitad de la Cataluña electoral reclama hoy un Estado egoísta, un Estado que preserve su propio bien (ya tirando a escaso) cambiando las formas y los fondos, exigiéndose a sí mismo madurar las condiciones políticas para recomponer el respeto y la confianza entre dos poderes encallados y encallecidos en sus vicios, algunos recién adquiridos, y a menudo con aires de patio de vecindad gritón. En el PSOE el movimiento ha empezado al menos con nuevos aires y una forma de enfocar la solución federal con otra convicción, otro estilo y una asertividad más o menos ingenua pero que marca el regreso a la política y devalúa con su mera presencia a las dos posiciones bunquerizadas. Al mismo tiempo que Rubalcaba ha mantenido reuniones discretas en Cataluña y que Felipe González avala icónicamente la prosa política de Susana Díaz, ha ido empezando el goteo de declaraciones desde el Gobierno y desde la Generalitat con apelaciones al diálogo (mientras los empresarios alemanes tuercen el gesto ante la independencia y el Círculo de Economía con Anton Costas a la cabeza preconiza racionalidad social y económica).

A ese diálogo le falta toda la sustancia, sin embargo; le falta la credibilidad como le falta la luz a los neones que parpadean ya con el cebador muy renqueante. Eso no es diálogo sino salmodia y prolongación de la retórica. El fluorescente de la cocina no necesita otro cebador sino una instalación eléctrica renovada, egoístamente inteligente, pacificadora, creíble y, seguramente y sobre todo, realista, políticamente realista por interés propio. Reclamar un nuevo realismo, como dice Lluís Bassets, quizá equivale en el fondo a reclamar un Estado egoísta.

Jordi Gracia es escritor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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