Kamathipura: esclavitud moderna en la moderna India
Esta entrada ha sido escrita desde Mumbai por el periodistaAngel L. Martínez (@AngelLMartnez).
Un grupo de niños del barrio de Kamathipura se asoman a la calles del distrito por una verja © Ángel L. Martínez.
El suelo de la habitación está cubierto de jirones húmedos de sharis. De la estancia provista de un solo sillón tocado con manchas coloridas, salen las tres compañeras de Rani. “Soy la gharwali (madame) de la casa y hago todo lo posible para que el negocio le vaya bien a mis tres chicas”, explica la que también es prostituta. Hace 10 años Rani fue traficada por 10.000 rupias (160€) a otra gharwali que la golpeó hasta que accedió a prostituirse, cuenta entre continuas toses. Aquí la tuberculosis no se respira, se mastica.
Según primer Global Slavery Index publicado este año, India es el país con mayor número de esclavos modernos. Más de 14 millones de personas (la mitad del global mundial) son traficadas, forzadas cuando son menores, obligadas a trabajar o extorsionadas en la mayor democracia del mundo. En el barrio de Kamathipura, al sur de Mumbai, se dan todas las formas de esclavitud imaginables.
Eclipsadas por los glamurosos rascacielos que perfilan la modernidad en el cielo de Mumbai, 14 calles entretejen la fisionomía de uno de los burdeles más grandes del mundo. La prostitución en Kamathipura ha sido regida por el sistema de karza (deudas de vida) durante siglos. Las víctimas son traficadas a edades tempranas con la promesa de trabajo y forzadas a la prostitución para pagar una deuda inexistente. “Estuve dos años encerrada en un pinjali (celda o jaula con la que se denomina la estancia donde viven las prostitutas). La madame golpeaba a mi hija y no me daba de comer,” explica Renuka Sawant, de 33 años. Con la edad, las prostitutas se liberan de la deuda. A medida que hacen mayores pierden el interés de parte de los clientes. El sistema adhiya (ingresos compartidos) sucede a karza en esta terrorífica escala y les fuerza a compartir sus ingresos con madames y proxenetas para cubrir los gastos de alquiler y ‘seguridad’, reduciendo el neto de sus ingresos a un 40% de lo que realmente reciben de sus clientes.
Una gallina y un gato pelean sobras de comida a las puertas –ausentes – de una casa-burdel en la calle 12, donde un grupo de proxenetas discuten e intercambian dinero. “Tengo nepaleses jóvenes que te hacen todo tipo de servicios por 1,200 rupias la hora,” ofrece uno de ellos. En frente, una anciana cepilla sus dientes con el dedo untado en una sustancia negra mientras las moscas se reúnen en torno a su boca como niños en derredor. Ajay Paswan tiene 14 años y su sonrisa no lo diferencia de ningún chico de su edad. “Limpio la habitación y traigo la comida para las chicas. Sólo tengo que esperar a que los clientes vengan y me paguen. Es dinero fácil,” explica el joven dalal (proxeneta). Ajay estará a cargo de cuatro prostitutas de su ciudad natal hasta que tenga suficiente dinero para casarse. Aquí la inocencia es infantil, no exculpante.
Un estrecho pasillo conduce a un corredor que da al patio del edificio. Agarradas a la barandilla se agolpan mujeres de todas las edades acuclilladas esperando a los clientes. A ambos lados del pasillo se entreabren las puertas de los dormitorios. Brazos, pies y cabezas asoman de las cuatro cabinas donde duermen mujeres en habitaciones de 3 por 5 metros cuadrados en la calle 14. “Encontramos una menor con discapacidad mental en esta misma calle. Informamos a las Anti-Trafficking Unit y la policía cerró la casa-burdel,” explica Sheetel Jadhav, trabajadora de una ONG local que colaboró en los llamados ‘rescates’. Estas unidades se crearon a nivel estatal –en Maharashtra, estado de Mumbai en 2007-8– con el objetivo de coordinar los esfuerzos de los diferentes actores para liberar a mujeres, principalmente menores, de los burdeles. Pero historias con final feliz son las menos. Archana Kumar, miembro de otra organización local explica: “Después de establecer contacto con los dalals y de verificar la presencia de menores de edad, informamos a la policía del estado. Si no lo hacemos así, la policía local filtra la información a los proxenetas por 10.000 rupias. Ha ocurrido muchas veces.” Aquí la corrupción no es endémica, es endógena.
El gobierno de India ha financiado muchas de las actividades destinadas a parar el tráfico humano a nivel estatal, al tiempo que ha establecido leyes para reducir el tráfico y la prostitución forzosa a nivel nacional. La pobreza está en el corazón del problema. El Banco Mundial estima que casi el 30% de los indios viven por debajo del umbral de la pobreza con menos de 1,25 US$ al día. Y fuera de estas estadísticas están los inmigrantes sin papeles o los que no tienen certificado de nacimiento. Los que no existen.
La legislación estatal y nacional India en torno al tráfico humano no es suficiente para acabar con el sistema de exclavitud moderna en el barrio rojo de Mumbai. Tampoco el quijotesco trabajo de unas cuantas ONG y organizaciones de base pondrán fin a siglos de explotación sexual. En Kamathipura la pobreza no excluye, esclaviza.
Y los esclavos son pobres, y no son.
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