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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mal educados

Leer es una obligación; los que mandan en los países la deben asumir como una de las tareas prioritarias de su función pública

Juan Cruz

Hemos sido muy mal educados. En mi colegio me hacían aprender de memoria las biografías de los escritores, y eso me llevó a odiar a Lope de Vega, a Menéndez Pelayo o a Azorín, hasta que empecé leer, a Azorín precisamente. El otro día, en la Feria del Libro de Guadalajara, Juan Villoro contó que empezó a leer siendo conducido a Homero y a Cervantes. ¿A sus vidas? No, a sus obras. Se me agrandó la imaginación, dijo; me pareció, añadió el escritor, que estaba llegando sin andar a sitios a los que era imposible que fuera caminando. José Ovejero, español, de la edad de Villoro, en torno a los 55 años, empezó a leer, dijo, El Buscón y el Lazarillo, hasta que se le abrió la mente con Historias de Cronopios y de Famas. Afortunados ellos; nosotros fuimos peor educados, porque la lectura no era una prioridad en la escuela, dejó de ser una prioridad en el instituto, y solo nos salvó la Universidad (en mi caso) gracias a la insistencia de un filósofo, don Emilio Lledó, que dejaba a un lado las biografías y nos hacía rebuscar en las ideas. Él lo dijo el otro día en la Biblioteca Nacional: esa pasión suya por el comentario de textos, por la lectura activa, le viene de su maestro republicano de Vicálvaro.

Qué suerte leer. En esa misma feria mexicana, el escritor israelí David Grossman dijo que en cuanto pudo leer, pues en su casa no se leía, empezó a entender lo que pasaba en su país y en la vida. Leer para entender. Para saber más, pero no necesariamente para saber más que otros, sino para entender a los otros. Grossman dijo que leyendo al otro aprendes a ayudarle a estar cerca de ti, aunque sea tu enemigo, y él sabe de qué habla, pues vive allí donde la tierra, el agua, el aire, se disputa sin tregua y sin ánimo de reconciliación. Él trabaja, desde la palabra escrita, desde la lectura y desde sus libros, a favor de que un día ese infierno sea un lugar común de la tierra.

Leer es una suerte y una obligación; los que mandan en los países la deben asumir como una de las tareas prioritarias de su función pública. En nuestro país, por ejemplo, los sucesivos ministros de Educación, y ahora el último de ellos, José Ignacio Wert, suelen llevarse las manos a la cabeza ante nuestra mala nota en el Informe PISA. Después de ponerse las manos en la cabeza deberían ponerse manos a la obra: la madre del saber es la lectura, ahí está el prolegómeno decisivo de la vida; y no solo en leer, en pasar una página tras otra, sino en la enseñanza de la lectura, en el comentario de texto, el instrumento esencial para que el entusiasmo de leer sea el entusiasmo de saber. En Guadalajara, de donde vengo, había muchachos y veteranos buscando autores y libros, firmas y debates, en medio de un silencio de biblioteca. Un camarero me pidió mi gafete (acreditación) para entrar y comprar “los libros de este año”. México está como nosotros en PISA; esta no es la liga de fútbol de las naciones que leen más o menos. Basta que un individuo no sepa que leer es el principio básico de la vida para que un país se considere fracasado. Y el nuestro tiene demasiados millones de fracasos. Pongan manos a la obra, rescaten el libro de ese puesto efímero en el que los políticos lo colocan cuando piensan en el inquietante futuro.

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