_
_
_
_

¿A eso lo llamas trabajar, George?

La cabeza ladeada, la sonrisa de ganador. Para conquistar, George Clooney no necesita más. Mientras el resto de la humanidad se rinde a su carisma, su amigo Godfrey Deeny halla en él algo parecido a un método

Gorka Lejarcegi

"Sé que soy irlandés por dos cosas: por cómo bebo y por el hígado que tengo”, se carcajeaba George Clooney, todo sonrisas de ganador, el día que lo conocí hace bastantes años en el restaurante Nobu, sito en la muy elegante via Manzoni de Milán. La broma me permitió colar en la conversación un truco que uso siempre con los estadounidenses de ascendencia irlandesa: explicarles qué significa su nombre en gaélico. Ventajas de haber nacido en el Ulster. Clooney, deduje, venía de Cluana, que significa ingenioso. Él recibió la información con una sonrisa ladina, como admitiendo un margen para la ficción en tan halagadora coincidencia lingüística. Era septiembre de 2001, y George estaba recorriendo Italia subido a un moto junto a otros cuatro amigos. Sentados en la mesa más grande del restaurante, las camareras se peleaban por ser las primeras en servirnos. El Pinot Grigio y el vodka llegaron y ya nunca se marcharon.

Tampoco paró el flujo de bellas modelos, chicas de renombre y editoras chic que se me acercaban entre plato y plato a decirme: “Anda, Godfrey, ¡encantada de verte!”. Debieron ser unas 15 bellezas en total, y todas me suplicaban, con la mirada y la mano sobre mi hombro, que les presentara al resto de comensales.

Tanto ellas, como yo, habíamos caído rendidos ante George a la primera sonrisa. Solo iba vestido con unas Timberland, unos vaqueros de Armani y un jersey de cachemir a juego con las botas, pero eso le basta para embelesar. Es uno de esos suertudos que nacieron en una bañera de encanto. Rezuma afabilidad, ingenio y confianza. Verlo dedicar un minuto entero a cada una de las bellezas era digno de estudio. Se recogía frente a ellas en gesto de complicidad, aproximándoles la cara y girando ligeramente la cabeza hacia un lado y al frente a la vez, de tal forma que esos ojos marrones que tiene parecían sonreírle a las chicas y él aparentaba ser un niño en busca de aprobación. A las mujeres solo les faltaba ronroear.

Clooney nació en una bañera de encanto. Rezuma afabilidad, ingenio y confianza

Cada vez que le vuelvo a ver desde aquella noche pienso que tiene el pelo cada vez más gris y los dientes más blancos. Como toda estrella de Hollywood. En 2001 experimentó el tremendo éxito de La tormenta perfecta y se convirtió en un valor en alza con cierta reputación indie. Con el tiempo fue acumulando tanto cheques tremendos (Ocean’s eleven y todos los numeros que vinieron después) como críticas sobresalientes (Buenas noches y buena suerte o Up in the air), pero nunca ha tenido mejor papel, en mi opinión, que el protagonista homónimo de Michael Clayton. Y nunca ha tenido mejor plano que el último de esa película, en el que su personaje, un jugador alcohólico de grisáceo código moral, se sube a un taxi de Nueva York con un gesto infinita tristeza. “¿Sabes qué fue lo más difícil de rodar ese plano? No reírme”, me dijo cuando intenté alabarle. “Era una película casi sin presupuesto y no teníamos permiso para rodar en la Quinta Avenida, así que filmamos con un equipo pequeño delante de todo el mundo. En cada esquina salía un obrero o un panadero que se me acercaba y me gritaba: ‘¿A eso lo llamas trabajar, George? ¿A estar sentado en un taxi?’. Otro me dijo: ‘¡Eh, George! ¡Pensaba que eras una estrella! ¿No te puedes pagar una puta limusina?”.

Esa humanidad es lo que ha convertido a este hijo de presentador de televisión y ganadora de concurso de belleza en uno de los famosos más razonables de nuestra era. Será por cosas como aquella parálisis de Bell que sufrió de pequeño, la cual le inmovilizó la cara y le convirtió en víctima del acoso de sus compañeros de clase. O será todo lo que trabajó para llegar hasta la cima, vendiendo trajes o cortando plantas de tabaco. El caso es que ahora, entregado a Armani como tantas otras estrellas, no parece soberbio. Parece un escritor de novela negra al que le ha ido muy, muy bien.

La última vez que lo vi personificó esta cualidad de forma soberbia. Hablaba con una acaramelada publicista de Hollywood y tenía la cabeza ligeramente ladeada, fiel a su estilo. Llevaba un bléiser negro de dos botones y una camisa blanca de lino y cuello generoso. Pensé: “Más hombres deberían saber vestir así”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_