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Tribuna
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Amnistía como coartada

La dejación del Estado y la insensibilidad de parte de la sociedad impide cerrar heridas

Ni el espíritu de la Transición ni la Ley de Amnistía avalan la dejación del Estado ante la vergüenza de las fosas comunes del franquismo.

La Ley de Amnistía de 1977 es enarbolada como argumento supremo contra cualquier iniciativa judicial relacionada con las víctimas del franquismo o con la indagación de hechos anteriores a la citada ley, aprobada hace 36 años. Se utilizó como arma arrojadiza contra Baltasar Garzón por su intento de abrir un proceso a los crímenes del franquismo; ha sido utilizada contra la juez argentina María Servini de Cubria por haber abierto un procedimiento por torturas en el marco de la justicia universal contra cuatro antiguos policías franquistas; y se la saca a colación para avalar la dejación del Estado en la búsqueda de una solución legal y humana al drama y la vergüenza de las fosas comunes desperdigadas en toda España con restos de decenas de miles de víctimas del franquismo.

¿Obliga la ley de amnistía, por la que los servidores de la dictadura y quienes pugnaron por derrocarla convinieron en cerrar página respecto del pasado, a una inactividad total del juez penal que es requerido por quienes se sienten víctimas de hechos anteriores a aquella ley? ¿Ni siquiera puede proceder a su examen, ver qué calificación jurídica merecen y determinar si esos hechos son o no amnistiables y, a resultas de ello, seguir con el procedimiento o archivarlo? En absoluto.

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El desenlace del proceso seguido contra Baltasar Garzón puso de manifiesto dos cosas: que el antiguo juez de la Audiencia Nacional no prevaricó por abrir un procedimiento penal sobre lo sucedido a las decenas de miles de víctimas del franquismo que yacen en fosas comunes; y que, si bien se extralimitó al pretender quedarse con el caso, los hechos que pusieron en su conocimiento asociaciones y familiares habrían constituido, de haberse cometido hoy, crímenes de lesa humanidad “en la medida en que las personas fallecidas y desaparecidas lo fueron a consecuencia de una acción sistemática dirigida a su eliminación como enemigo político”. La Audiencia Nacional entendió que correspondía a los jueces del lugar realizar las diligencias pertinentes respecto de la identificación y exhumación de los restos, y en el mismo sentido se pronunció el Tribunal Supremo. A la justicia española en general le ha faltado el coraje profesional que exigía esa tarea y no ha seguido el ejemplo de la juez de Benavente, Tania Chico: hacer acto de presencia en una fosa común de paseados por falangistas en Santa María de Tera (Zamora) para tutelar, como autoridad del Estado, las tareas de identificación y exhumación de los restos.

A los franquistas les preocupaba
la suerte que podrían correr los funcionarios policiales que
habían estado en la primera
línea de la represión

Parapetarse tras la Ley de Amnistía para no dar una solución legal y humana a la vergüenza de las fosas comunes supone utilizarla como coartada para evitar hacer algo que no gusta a algunos. Las reacciones habidas, despreciativas en algunos casos para las víctimas e insultantes para familiares y asociaciones, quizás tengan relación con un equívoco o malentendido en el momento de aprobarse aquella ley y que fue pasado por alto por las fuerzas democráticas emergentes, urgidas como estaban por la necesidad de articular un sistema político de libertad y convivencia: que los franquistas no se sintieron realmente concernidos por una norma que suponía aceptar, de alguna manera, que de su lado también se habían cometido crímenes por los que, por otra parte, ni se les pasó por la cabeza que alguien se atreviera a pedirles responsabilidades. Tomaron, en consecuencia, con desgana y tibieza la mano de la reconciliación que se les tendía. La amnistía fue una reivindicación de la oposición democrática y conseguirla costó sangre de manifestantes, cárcel, persecución policial y procesos judiciales. Al conglomerado institucional del franquismo —Ejército, policía, judicatura …— y a los reformistas del régimen que pilotaban la Transición junto con las fuerzas democráticas, lo que les preocupaba era la suerte que podrían correr los funcionarios policiales que habían estado en la primera línea —y en los sótanos— de la represión al final de la dictadura. Alguno ya se enfrentaba a un proceso por lesiones a iniciativa de algún juez atrevido. La Ley de Amnistía era el instrumento adecuado para blindarles frente a un futuro entonces incierto.

Aquel malentendido o equívoco puede explicar la interpretación tan rigurosa de la Ley de Amnistía cuando se trata de víctimas del franquismo y quizás también la dejación del Estado. Se considera intolerable que un juez penal se acerque a una fosa común y deje constancia de que no son restos arqueológicos los que yacen en ella, sino restos aún vivos en la memoria de muchos; y que no están allí por casualidad, sino por efecto de actos criminales de los que hay responsables, aunque el tiempo, la prescripción del delito o la amnistía los eximan de responsabilidad. La dejación del Estado y la insensibilidad de una parte de la sociedad alimentan una situación en la que las heridas del pasado, lejos de cerrarse como corresponde en una sociedad civilizada, amenazan con seguir supurando.

Mientras unos batallan para que a las víctimas del franquismo se les reconozca esa condición en igualdad con otras producidas por la violencia política y el terrorismo, otros muestran cada vez menos reparo en exaltar como un hecho glorioso la tragedia que las causó. No quiso eso la Transición que dio paso a la democracia.

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