_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Allende y su “ardiente paciencia”

En vísperas de elecciones en Chile, las palabras del presidente en sus horas finales evocan resonancias útiles para la reflexión contemporánea, aunque las realidades del siglo XXI en América Latina sean otras

EULOGIA MERLE

Hace 40 años el drama de Chile conmovió al mundo. Terminaba bajo un golpe de Estado el intento nunca antes registrado en la historia: hacer cambios profundos de inspiración socialista, manteniendo el respeto a las normas democráticas. Caían, junto con los muros del palacio de la Moneda bombardeado de tierra y aire por la insubordinación armada, los sueños de una generación que creyó posible avanzar entonces, en tiempos de guerra fría, hacia una sociedad más justa e igualitaria, donde la libertad también estuviera vigente.

Ahora, cuando Chile se encamina hacia una elección presidencial llamada a poner las bases de un nuevo tiempo en su devenir político y democrático, las palabras de Allende en sus horas finales transmiten resonancias que —más allá de sus cuatro décadas— alumbran la reflexión contemporánea. Por cierto, estamos en el siglo XXI y las realidades son otras, pero vemos cómo rige hoy el peso de la desigualdad, de las desprotecciones y las exclusiones que castigan, especialmente, a los jóvenes. Por eso, hay en aquella retórica solemne de Allende una mirada anticipatoria a otros tiempos donde la búsqueda de una vida digna, humana y justa seguirá latiendo como una meta mayor. Una tarea solo abordable con “ardiente paciencia”, al decir de Pablo Neruda cuando recibe su Premio Nobel.

Solo 12 días separaron la muerte de Allende y de Neruda en aquel septiembre de 1973. Ya solo eso nos dice por qué el recuerdo de aquella fecha es tan conmocionante para la sociedad chilena y se la rememora en tantas partes del mundo. Allende no fue Neruda, pero cuando hoy leemos sus últimas palabras encontramos en ellas un eco de lo que dijera el poeta en el final de su discurso, en 1971, al recibir el Premio Nobel: “Solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres”.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Allende terminará de dirigirse a los chilenos y al mundo con una frase que hará historia. Recordémosla: “Tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Hay, en aquella retórica solemne del presidente, una mirada anticipatoria de lo que ocurrirá después

Sin duda, Allende fue el hombre de la “ardiente paciencia” que por décadas buscó cumplir con sus anhelos y entregas, siempre colocando coherencia y consecuencia en la búsqueda de hacer realidad sus sueños. No pudo lograrlo. Los marcos de la guerra fría hicieron que interna y externamente se buscara abortar aquel intento, sofocándolo más allá de sus propios errores y supuestos equivocados. Aquel mundo, de bipolaridad extrema determinado por la tensión entre Washington y Moscú, no tenía espacio para un proyecto de esas características y al final la frontera de la guerra fría cruzó por Chile.

Se escucha el último discurso con el corazón apretado porque esas palabras nacen de las entrañas mismas de Allende. Sin un compromiso político con la oposición, el golpe emerge como una posibilidad: ya en junio de 1973 se había dado un intento fallido. Son palabras premonitorias donde prevé que una larga tragedia caerá sobre Chile; por eso siempre he creído que estaban largamente meditadas. Al conversar con él se intuía que, llegado el momento, sus decisiones tendrían un sentido profundo de responsabilidad con Chile, con su pueblo y su historia: no saldría vivo del palacio de la Moneda. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, se le oye decir con total tranquilidad, pero sin dejar dudas de que su voluntad es defenderse en el palacio. Lo afirma como algo que está asumido de mucho antes.

Pero también en sus palabras asoma dos conceptos esenciales que cruzan toda la búsqueda de nuestro tiempo: construir sociedades donde rija la “libertad” con la misma fuerza que la “igualdad”. Y en quienes vengan después, libres para construir su propia historia, recaerá la tarea de abrirse paso hacia un tiempo donde se abran “las grandes alamedas”, imagen poética que evoca una idea de perspectiva larga, de persistencia en otear el horizonte teniendo clara la meta que se busca. Son alamedas con raíces profundas, derivadas “de la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos”, como también lo dice esa mañana.

En aquel mundo de bipolaridad extrema, no había espacio para ese proyecto y al final la frontera de la guerra fría cruzó por Chile

El siglo XX, el siglo corto según Eric Hobsbawm, es una búsqueda para conciliar libertad con igualdad. Unos por privilegiar la libertad olvidaron la igualdad y otros preguntaron: ¿de qué sirve la libertad si el ser humano se va a dormir con hambre cada noche? Y entonces, en nombre de la igualdad, se extinguió la libertad para pensar, crear, emprender y buscar nuevas ideas y hacer realidad otros sueños. ¡Cuántas guerras se justificaron en nombre de uno u otro principio, como si ellos fueran antagónicos e incompatibles y no complementarios! Esta es la gran lección del siglo XX.

Allende vive su tiempo diciendo que la izquierda debe luchar por los cambios respetando la Constitución y las leyes —lo afirma en sus últimas palabras— a la vez que transformándolas para dar garantías a todos. Pero también debe saber oír el sentido de las demandas mayoritarias del pueblo. Por eso levantó su voz cuando los tanques entraron a Budapest en 1956 o en Praga en 1968, poniendo fin a aquella primavera.

Si en 1989 caen los socialismos reales con el fin del muro de Berlín, en 2007 y 2008 se derrumba el otro gran andamiaje: el del neoliberalismo extremo. Se viene al suelo esa otra ideología, cuyo dogma ha sido construir sociedades en torno al consumidor como expresión de libertad. En su promesa de privilegiar “el acto de elegir”, creó condiciones para que grandes ganancias y beneficios se concentraran en pocas manos: la libertad económica sin reglas ahogó las posibilidades de una mayor igualdad. Como nos lo recuerda el Banco Mundial, actualmente el 10% más rico del mundo recibe el 56% de la renta, mientras el 10% más pobre recibe el 0,7%. Y esto lo escribimos desde América Latina, no la región más pobre, pero si la región más desigual del mundo.

La creciente desigualdad social no puede perdurar; a la larga un sistema democrático no lo resiste

Ante eso, ¿no es válido ver en el discurso de Allende, un brochazo iluminador que llama a crear sociedades donde se garantice la libertad del ser humano para “construir una sociedad mejor”, con más igualdad? La creciente desigualdad de hoy no pueden perdurar, a la larga un sistema democrático no lo resiste. Son los ciudadanos y no los consumidores los que a través del voto exigirán a sus representantes un cambio de políticas y la libertad para luchar por otro orden social. Y Allende advierte que esto tendrá lugar “más temprano que tarde”.

Escuchar sus últimas palabras es escuchar un discurso tranquilo, sereno, calmo. Allende habla ya desde y para la historia. Allende está consciente que su sacrificio marcará un antes y un después, entiende que ese después llegará trayendo otros desafíos. Pero nos recuerda que hay un saber persistente y profundo cuando se lucha por una humanidad mejor: “Sigan ustedes sabiendo…”. Allí está la continuidad.

Hace 40 años se intuía que la defensa de los derechos humanos era importante, pero hasta no vivir en carne propia su violación se llegó a sentir profundamente su falta. Es como el aire que se respira: solo cuando se convierte en irrespirable extrañamos el cielo azul que tuvimos. Y por eso hoy sabemos que los derechos humanos son un todo: son la vida y su diversidad; son la libertad en todas sus expresiones; son las grandes estrategias y la vida cotidiana; son, en suma, el derecho a ser. Y así surgen los llamados derechos de tercera o cuarta generación, en donde también nos cabe asumir la ecología, el medio ambiente, junto a formas nuevas de democracia donde a la representación cabe dar espacio a formas nuevas de participación. Y con la presencia de las redes sociales por todo el mundo uno vuelve la mirada a Allende y se pregunta: ¿estamos ahora frente a las grandes alamedas virtuales por donde navegue el hombre libre?

Hoy, 40 años después, escribo desde otra América Latina. Una América Latina que encontró una senda democrática, que se sabe con otros desafíos y donde se construyen sociedades más justas, más libres y más tolerantes. Falta mucho por hacer, pero si los desafíos son distintos, los sueños y las utopías permanecen. Y hacer realidad estos sueños requiere de esa ardiente paciencia que nutrió la vida de Salvador Allende hasta el último suspiro.

Ricardo Lagos fue presidente de Chile.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_