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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Secretarios y testigos

Cospedal, Arenas y Cascos tienen la oportunidad de abrirle una salida al PP

Hasta el presente, la línea de defensa marcada por Mariano Rajoy en relación al caso Bárcenas parte de la idea de que el extesorero actuaba por su cuenta aprovechándose de sus relaciones de confianza personal. Está por ver si los secretarios generales (Cospedal, y dos de sus antecesores, Arenas y Cascos), van a mantener esa teoría ante el juez. Porque si no es del todo inverosímil que Rajoy no se interesase por las finanzas del partido, nadie puede creer que los secretarios generales, encargados de los aspectos organizativos, tampoco supieran nada sobre de dónde venían y adónde iban los dineros que ingresaba Bárcenas.

Casi sería más grave ignorar (algo que requeriría esforzarse en no ver) que conocer y consentir. Pues la astucia de Bárcenas ha consistido en relacionar en su contabilidad B las entradas irregulares con los sobresueldos a la cúpula, es decir, a los encargados de controlar al tesorero (que entretanto iba forjando su enorme fortuna suiza sin que nadie se diera por enterado). Por eso tiene especial interés lo que hoy y mañana digan los tres declarantes en condición de testigos, lo que implica que están obligados a decir la verdad.

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La otra línea de defensa esbozada por Rajoy en su comparecencia del 1 de agosto fue reclamar atenerse al principio de presunción de inocencia mientras no se pronuncien los tribunales. Ese principio juega para las responsabilidades penales o judiciales en general, pero no para las políticas. De hecho, suele ser una forma de esquivar o aplazar estas últimas, en la esperanza de que la mayor exigencia del derecho penal respecto a las pruebas, o el simple paso del tiempo, favorezcan un desenlace benévolo. Por prescripción, por ejemplo, o por cuestiones procesales, como en el caso Naseiro. Aquel precedente del caso actual ilustra la necesidad de no supeditar la exigencia de responsabilidades políticas a la sustanciación de las judiciales.

Cuando la única responsabilidad exigible al político era la penal, el desenlace era frecuentemente la cárcel. La responsabilidad política es una alternativa civilizada a ese final. No está necesariamente ligada a comportamientos ilegales, sino a la imposibilidad de dar una explicación racional y verosímil de actuaciones indignas, sean o no delictivas; por ejemplo, mentir públicamente sobre un asunto importante.

El caso Bárcenas es de este tipo. La financiación irregular no es un delito tipificado en el Código Penal, y repartir sobresueldos es en principio una decisión interna por la que solo podrían pedir responsabilidades los afiliados. Pero la combinación entre ambas cosas define un comportamiento como mínimo inmoral, que exigiría algo más que lamentar haber dado confianza a un bribón, y probablemente ilegal si el reparto de sobres es una forma de blanquear ingresos obtenidos a cambio de contratos públicos. Y como reconocer eso traería consecuencias, la primera reacción fue la negación enfática. Tal vez alguno de los secretarios comprenda que seguir por ese camino solo conduce al suicidio del primer partido de España, y diga lo que sabe.

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