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Tribuna
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En el túnel

La desafección por la política, manifestada en opiniones y en el crecimiento de partidos populistas y xenófobos, indica que la democracia representativa afronta en toda Europa problemas serios

EDUARDO ESTRADA

Estamos no solo ante una crisis económica muy grave, sino ante serios retos de la democracia representativa. Estos se manifiestan en un crecimiento de partidos populistas y xenófobos, situados en la extrema derecha, y también en una creciente desafección hacia las instituciones democráticas nacionales y hacia la Unión Europea. Es necesario hoy, tanto en España como en Europa, pensar y hacer más, no solo sobre la economía, sino sobre la democracia.

La simple descripción es complicada. La confianza en las instituciones nacionales ha caído de forma dramática en un corto espacio de tiempo. Según datos de fines de 2012 (Eurobarómetro 78, diciembre de 2012), solo un 28% de los ciudadanos de los 27 países de la Unión Europea confía en sus Parlamentos; un 27% en sus Gobiernos. Esto significa una reducción de 15 puntos respecto de la confianza existente cinco años atrás. La confianza en la Unión Europea es un poco más elevada: la mantiene un 33% de los ciudadanos. Pero su colapso ha sido más grave: 25 puntos en esos cinco años.

Es cierto que esta crisis de confianza en las instituciones varía mucho en el seno de los 27 países. Así, un 68% de los suecos confía en su Parlamento; un 59% en su Gobierno. Los porcentajes son también elevados en Finlandia, Dinamarca, Holanda o Austria. Por el contrario, en Italia o España solo un 11% y un 9%, respectivamente, confía en sus Parlamentos; un 17% y un 11% en sus Gobiernos. En España, ante el clamor de “lo llaman democracia y no lo es” o “no nos representan”, la “política del avestruz” sería irresponsable.

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Cabría también pensar que los problemas de la democracia no afectan a los países “virtuosos”. Si bien es verdad que sus ciudadanos son mucho más benevolentes hacia las instituciones democráticas, los problemas políticos son considerables. En particular, ha sido en estos países donde los partidos de extrema derecha han crecido de forma más considerable, arrojando sombras sobre el sistema político.

España es hoy el país
de la UE con mayor desigualdad, frente
a lo que ocurría en
los años ochenta

Sabemos que en Francia, el Frente Nacional tiene en estos momentos una intención de voto de un 11% (encuesta de Le Figaro); que en Reino Unido, el UKIP (United Kingdom Independence Party) atrae un 23% de la intención de voto (encuesta de la BBC). En Austria, un país que ha figurado como ejemplo de gestión de la crisis económica, la extrema derecha en su conjunto (el Partido Liberal —Freiheitliche Partei Österreichs— y la Unión por el Futuro —Bündnis Zukunft Österreich—) fue respaldada por un 29% en las elecciones de 2008. Hoy el Partido Liberal por sí solo tiene una intención de voto de un 27%. En Finlandia, otro ejemplo de “virtud”, el Partido de los Verdaderos Finlandeses (Perussuomalaiset) obtuvo un 19% de los votos en las elecciones de 2011, convirtiéndose en el tercer partido del país.

Es cierto que en otros dos países “virtuosos”, Holanda y Dinamarca, los apoyos de la extrema derecha se han reducido en las últimas elecciones. Pero en todos los casos, el apoyo electoral a la extrema derecha es superior al que tiene en Grecia el partido neonazi Aurora Dorada, que alcanza hoy el 10% de la intención de voto. Ni en Portugal ni en España han surgido partidos políticos de este corte.

Esta desafección, manifestada tanto en opiniones como en el auge de partidos racistas y antisistema, indica que la democracia representativa afronta en toda Europa problemas serios. Sin embargo, en la Unión Europea apenas se ha prestado atención a la democracia. Y tanto sus instituciones como sus políticas han contribuido a extender la sensación de que “no hay alternativa”. Si los ciudadanos entienden que tanto con el Gobierno como con la oposición la política será la misma, concluirán que “todos los políticos son iguales”, que “los políticos siempre mienten”: ofrecerán promesas diferentes pero luego las traicionarán para hacer lo mismo. Las elecciones serán en tal caso una pantomima: unos votos irrelevantes para las políticas subsiguientes.

Sin embargo, este diagnóstico facilita que ganen malos gobernantes, daña a la democracia y socava el apoyo a la UE. Debería resultar obvio que la protección de los derechos varía en sus países según quién gobierne, ya se trate de la despenalización del aborto, del matrimonio entre personas del mismo sexo, de la educación y de la sanidad públicas. Lo mismo sucede respecto de la igualdad. Hoy día los ingresos del 20% más rico de los españoles son 6,8 veces superiores a los del 20% más pobre (Eurostat, Statistics on income and living conditions, 2013). Somos el país con mayor desigualdad en el seno de la UE, el doble de la existente en Suecia, Dinamarca, Austria, Holanda o Bélgica. Esta desigualdad, por el contrario, se redujo sustancialmente en España a lo largo de la década de los ochenta. Los años en que ha gobernado la socialdemocracia en un país son una causa fundamental de que las diferencias en las condiciones de vida de los ciudadanos sean menores.

La desesperanza deriva
en buena parte de que
los políticos no hablan de
en qué país querrían vivir

Ello es compatible con la eficacia económica en el seno de la UE. Ni la globalización ni la ortodoxia económica han uniformizado las políticas. Por poner ejemplos, Dinamarca, Suecia y Finlandia han sido los países que han cumplido de forma más rigurosa la regla de estabilidad presupuestaria desde 1999. A la vez, en estos países el gasto público representó en 2011 más de un 50% del PIB. Es decir, Gobiernos con economías muy competitivas alcanzaron un equilibrio fiscal mediante un gasto público y unos ingresos fiscales simultáneamente altos.

Por el contrario, el Programa de Estabilidad que acaba de presentar Rajoy prevé que el gasto público se reduzca hasta un 38% del PIB en 2015, y que la recaudación fiscal sea aún más anémica. Esa es una ingente diferencia política. Un Estado así no podrá cumplir con las obligaciones de atender a las necesidades de sus ciudadanos: esa atención dependerá de los medios económicos de que dispongan. Piénsese, sin embargo, que en España el desequilibrio presupuestario no se ha debido a un gasto público descontrolado, sino a unos ingresos fiscales anémicos que se derrumbaron seis puntos del PIB en cuatro años y son ahora nueve puntos inferiores al promedio de la UE. Sin embargo, en vez de reducir el fraude fiscal, la amnistía decretada por el Gobierno no ha incrementado la recaudación, simplemente ha legalizado a los defraudadores.

Si no caben en Europa devaluaciones de la moneda, “devaluaciones internas” pueden ser inevitables para recuperar competitividad, pero esta no se consigue solo con reducciones de los costes laborales, sino con una inversión pública que incremente la productividad de los factores, en una educación y formación adecuadas, en I+D+I, en infraestructuras. Las diferencias en el seno de la UE son ingentes. Si para un país como España, tan escasa de ahorro interno, atraer inversión exterior resulta esencial, sabemos que ello depende del equilibrio macroeconómico, de una fiscalidad predecible, de la estabilidad política. Ello no son rasgos de la izquierda o de la derecha. Sí lo son los niveles y los componentes del gasto y de los ingresos públicos. No, no todos los partidos son iguales.

La desesperanza con la política deriva en buena parte de que los políticos no hablan de en qué país querrían vivir al final del túnel, para que se entiendan sus políticas. Al revés de Rajoy, Felipe González no atribuyó la responsabilidad de políticas de ajuste a la UE o al FMI, no dijo nunca que él y los españoles carecían de elección. Dijo también que al final de un túnel que podía durar 10 años, su objetivo era un país que se respetara a sí mismo —es decir, que protegiera a sus ancianos, atendiera a las personas necesitadas, ofreciera oportunidades a sus jóvenes— y que por ello fuera respetado internacionalmente. Hoy, por el contrario, nadie indica dirección alguna. Así, con angustia y desconcierto, los ciudadanos piensan que en este sistema no hay alternativa y no saben qué les espera. Pero la necesaria desconfianza no puede derivar en ceguera.

José María Maravall, sociólogo y político, fue ministro de Educación y Ciencia (1982-1988) en los Gobiernos de Felipe González. Acaba de publicar Las promesas políticas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

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