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Tribuna
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¿Quién se atreve a decir la verdad al poder?

Solzhenitsyn no tuvo el eco que merecía y tampoco hay voces críticas que le sigan

Monika Zgustova

Hace exactamente 50 años, la novela de Solzhenitsyn Un día en la vida de Ivan Denisovich, que describe una jornada en un campo de trabajos forzados estalinista, irrumpió en el escenario ruso e internacional como un castillo de fuego en el cielo oscuro. Su publicación fue posible gracias a la tímida apertura política de la era Jrushchov. En aquel entonces los rusos sabían que existían campos de concentración porque conocían a personas que habían estado encerradas en ellos. Pero nadie había leído el testimonio directo de uno de esos presos.

Los millones de rusos que habían pasado por esos campos apreciaron la valentía del autor pero le echaron en cara la suavidad y benevolencia del testimonio. En Occidente, en cambio, el tema del gulag era prácticamente inédito y el libro causó sensación.

En los años 60, la prensa occidental comparó a Solzhenitsyn con Dostoievski y Tolstoi. En 1970 le otorgaron el Nobel de Literatura. Eran los tiempos de la guerra fría y el mundo occidental sabía sacar provecho de los males soviéticos. Tras la publicación en Occidente, en 1973, de Archipiélago Gulag, un detallado y potente tratado acerca del sistema penitenciario bajo Stalin, el gobierno conservador de Brezhnev no soportó que un intrépido le desafiara con su crítica y echó al escritor al destierro.

Solzhenitsyn sostenía que los intelectuales rusos fallaron en lo más esencial: hablar sobre las víctimas de la represión

Una vez exiliado en los Estados Unidos, la estrella de Solzhenitsyn empezó a palidecer. A pesar de que uno de los grandes diplomáticos e intelectuales estadounidenses, George Kennan, afirmara que Archipiélago Gulag era “la acusación más poderosa de un régimen político que jamás se haya puesto en manifiesto en los tiempos modernos”, los intelectuales norteamericanos se centraron más en la postura de Solzhenitsyn hacia la política y la sociedad contemporánea y la juzgaron poco políticamente correcta.

Solzhenitsyn iba cayendo en desgracia irreparablemente a los ojos de la comunidad intelectual occidental. Los intelectuales españoles, respetuosos entonces con el comunismo por su lucha antifranquista, trataron a patadas al escritor ruso cuando en los años setenta visitó Madrid. En los noventa se habló de él como si de un payaso se tratara; medios como The New York Times Book Review y Wall Street Journal se refirieron a él como a “ese dinosaurio político irrelevante” o “ese eunuco castrado por su fama”. Tras la vuelta de Solzhenitsyn a su patria, el especialista británico en la cultura rusa Orlando Figes escribió en 1994 en el Times de Londres: “La mayoría de nosotros nos alegramos al verle la espalda cuando regresó a Rusia”.

Los únicos que no solo se tomaron a Solzhenitsyn en serio sino que aprendieron su lección, en repetidas ocasiones le invitaron a participar en mesas redondas y debates televisivos y tras su testimonio generaron El libro negro del comunismo; crímenes, terror, represión, fueron, curiosamente, los franceses.

Tampoco la intelligentsia rusa le apreciaba mucho, porque Solzhenitsyn sostenía que los intelectuales rusos fallaron en lo más esencial: hablar acerca de las víctimas de la represión totalitaria. “La intelligentsia se convirtió en parte del sistema”, dijo no sin razón: en comparación con los muchos e influyentes disidentes de los países satélites (Adam Michnik, Vaclav Havel, Gyorgy Konrad y otros), los rusos eran pocos y mal organizados.

Tampoco en Occidente sobran las voces críticas; se ha escrito mucho sobre el fallecimiento de la clase intelectual

Tampoco en la Rusia de hoy, en la que, por autocrática que sea, el gulag ha dejado de existir, no hay disidencia organizada que desafíe al poder del Kremlin de modo activo y sistemático. Por más que lo deseara, Solzhenitsyn no creó discípulos en su país. Rusia sigue generando individuos valientes, como lo fue Anna Politkóvskaya, pero no dejan de ser voces individuales. Tras el asesinato de la periodista no se produjeron manifestaciones masivas. Más bien al contrario: después de su muerte, Putin afirmó que los libros de la periodista tenían un mínimo impacto en Rusia, y desgraciadamente tuvo razón: el país estaba sordo a su voz.

Tampoco se organizaron protestas masivas tras el encarcelamiento del grupo musical Pussy Riot, como no las hay en apoyo a Mijail Jodorkovski, ese magnate encarcelado a quien el Nobel de la Paz Elli Wiesel llamó “el prisionero político de Putin”. Muy pocos en la Rusia actual hablan del manifiesto retorno a muchos métodos comunistas con un antiguo miembro de la KGB como presidente. Pocos se rebelan contra el hecho de que los últimos libros de historia escolares proclaman que la Unión Soviética, aunque no exactamente una democracia, fue un ejemplo de la mejor y la más justa sociedad para millones de personas en el mundo entero.

Pero tampoco en Occidente sobran las voces críticas. Se han escrito toneladas de libros sobre el fallecimiento de nuestra clase intelectual. La imposición de la corrección política y la excesiva especialización académica han hecho mucho daño al discurso mediático y a la enseñanza universitaria. En estos tiempos oscuros sería decisivo para todos que lúcidos e intrépidos Solzhenitsyns pusieran su dedo en la herida y sacaran del anonimato la multitud de destinos individuales pulverizados por los desmanes del poder político, financiero y económico.

Monika Zgustova es escritora.

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