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Tribuna
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Responsabilidad generacional

Tras el esplendor, vivimos de trabajos temporales y con un paro recurrente

Nacidos casi a la par que la democracia, los miembros de mi generación llegamos al mundo con la idea de progreso cincelada en el subconsciente. Crecimos al mismo tiempo que se desarrollaba el Estado de bienestar, viendo cómo nuestras casas siempre se hacían más grandes, cómo los coches eran cada vez mejores, cómo casas y coches se multiplicaban. Esa parecía ser la norma que regía la vida de los hombres. Cursamos la educación obligatoria, y luego el bachillerato y el COU y la universidad, porque era lo que había que hacer. Fue más o menos entonces cuando empezamos a notar que algo no iba bien. Vivimos nuestra primera crisis, la que en 1993 dobló la tasa del paro. No supimos reaccionar, nunca pensamos que podía haber un abismo al final del camino, y, como había a quienes no interesaba que siguiera subiendo la cifra del desempleo, seguimos estudiando y realizamos doctorados o pagamos los primeros másteres millonarios. En esa época, la realidad se estaba reconfigurando para nosotros. Aparecieron las primeras ETT, los contratos basuras, los contratos en prácticas, despertamos de repente en una espeluznante existencia de becarios, de trabajos temporales y de un paro disuasorio y recurrente.

No recuerdo que nadie, ningún representante, ninguna institución, ningún adulto, hubiese dedicado nunca unas palabras a dirigirse a mi generación, hasta que al fin logramos cierto poder adquisitivo. Entonces fue cuando la publicidad empezó a hablar como nosotros y a utilizar cualquier recurso nostálgico para hacernos desembolsar nuestras parcas ganancias. Después, nos lanzamos a la aventura de comprar casas. Era lo que había que hacer, comprometerse con una hipoteca. Nos lo decía la sociedad, nos lo decían los políticos, nos lo decían y repetían nuestros padres. Nuestros padres pertenecen a la generación que fue hippie en los años sesenta, eran parte de ese movimiento que promulgaba estilos de vida alternativos y se oponía al consumismo y al sistema capitalista. Nuestros padres, la gente de su edad, son los hippies que desde hace décadas nos gobiernan y ostentan los cargos de poder, la misma generación que nunca impuso límites al capital, que desde la izquierda y desde la derecha ha permitido la expansión del capitalismo más salvaje de toda la historia de la humanidad, que ha liderado el desmantelamiento del Estado de bienestar, que ha consentido la subversión de la democracia, ha desactivado la capacidad de participación ciudadana y ha confundido Europa con una moneda.

Pero que nadie me entienda mal. De todos, los peores somos nosotros, peores con creces que nuestros predecesores. Mi generación se ha limitado a hacer siempre lo que se suponía que debía hacer. Cuando nos dijeron que estudiáramos, estudiamos. Cuando nos dijeron que compráramos, compramos. Los más borregos entre los borregos, educados para cosechar las mieles de una felicidad anodina, ni siquiera hemos protagonizado un breve episodio luminoso. Por miedo, por una incapacidad para afrontar el sentimiento de culpa, o la responsabilidad, o sencillamente por pereza, nunca hemos hecho nada. Tan solo obedecer.

En cambio, ha sido la generación inmediatamente posterior —esa que algunos llaman generación ni-ni y otros, generación perdida— la que, cuando la nueva crisis mostró sus fauces y nosotros volvimos a perder una vez más nuestros trabajos, se echó a la calle y dio forma al único gesto con algo de sentido en todos estos años: el 15-M.

Han sido otros los que, cuando la nueva crisis mostró sus fauces y nosotros volvimos a perder nuestros trabajos, se echaron a la calle y dieron forma al 15-M

Quiero pensar que mi generación, esa que accedió a pagar un sueldo íntegro por una vivienda, en propiedad o de alquiler, esa que no salió a la calle cuando su precio se multiplicó por diez, esa que sigue votando a los mismos políticos que lo promovieron y que ahora nos dicen que sobreestimamos nuestro poder adquisitivo, los está apoyando. Quiero pensar que estamos con ellos, que vamos a seguirlos. Que mientras las clases políticas afianzadas en el poder procuraran su descrédito, mientras llaman antisistemas a universitarios sin trabajo, a investigadores que emigran al extranjero, a funcionarios que pierden pagas y derechos, a trabajadores cualificados víctimas de un ERE, a hombres y mujeres normales que se arrojan por la ventana ante un desahucio, mientras nuestros gobernantes sólo se preocupan por no perder sus sueldos obscenos, sus futuros cargos como consejeros en bancos y empresas energéticas, mientras toman las medidas que nos abocan a la catástrofe, mientras se indulta a los corruptos condenados por los tribunales, mientras se ceden a la banca decenas de millones de euros de los ciudadanos, a la misma banca inclemente que fuerza los desahucios, a la misma banca magnánima que condona la deuda a los partidos políticos, mientras todos los sacrificios se exigen a los más débiles, mientras los defensores del sistema van a reventarlo todo desde dentro, por implosión, llevando al extremo sus mecanismos más perniciosos, mientras el sistema se suicida y a nosotros nos suicidan, mientras ocurre todo eso, mi generación está más y más concienciada de que esta vez hay que hacer algo.

Eso quiero pensar, que mi generación está ahí, con los más jóvenes, dispuesta por fin a protagonizar el cambio. Y que muy pronto estará también ahí con nosotros la generación de nuestros padres. Hombro con hombro, todos juntos, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que sean nuestros abuelos los que tengan que campar al raso para reclamar su derecho a la jubilación o a una vivienda. Cuando todavía queda algo por lo que luchar.

Juan Jacinto Muñoz Rengel es escritor, su último libro publicado es El asesino hipocondríaco.

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