Peor que hace un año
Rajoy lo tenía muy difícil, pero su gestión de la crisis provoca un gran desgaste y pocos resultados
Transcurridos 12 meses desde la gran victoria de Mariano Rajoy del 20 de noviembre de 2011, la oportunidad histórica que las urnas le concedieron se ha trocado en un tiempo de esfuerzos agónicos para evitar el rescate completo de la economía española a cargo de instituciones internacionales y el riesgo de ruptura del euro. Este país continúa enfangado en la crisis de deuda, con una destrucción de empleo a ritmo acelerado (800.000 parados más que un año atrás) mientras la nacionalización de parte de la banca continúa a la espera de socorros financieros trabajosamente negociados con las instituciones de la eurozona.
Además, el Gobierno de Rajoy se ve enfrentado prácticamente a una crisis constitucional. Existen fuertes tendencias internas en su partido para recentralizar el Estado como procedimiento de reducción del gasto público y de mejora de la eficiencia administrativa, mientras que Cataluña plantea un problema político contundente con un movimiento de orientación opuesta, forjado por partidos comprometidos en la idea de llevar a cabo una consulta soberanista.
Lo más negativo del periodo transcurrido ha sido el estilo de Gobierno aplicado. La escasa presencia pública de Rajoy le configura como un líder tranquilo, pero demasiado alejado para una sociedad angustiada que ambiciona señales más claras. Esto le ha facilitado giros políticos tan espectaculares —fuera de su programa, y a los que inicialmente se oponía— como subir impuestos, recortar profundamente los gastos sanitarios y educativos o lanzar a la arena un banco malo. Tampoco parece que haya intentado negociar con la oposición y ni siquiera ha aprovechado la ventaja que le daba la mayoría absoluta para mantener la normalidad parlamentaria de que el jefe del Gobierno participe en los trabajos de la Cámara; todo ello completado con el abuso del decreto ley.
Desde luego, Rajoy lo tenía muy difícil a la hora de hacerse cargo de un país en crisis, legado de la última legislatura de Zapatero. El déficit público del 9% en 2011 era un terrible punto de partida para cumplir con las exigencias europeas de austeridad y rigor, en particular las del Gobierno alemán y la Comisión. Ahora dice que “lo peor ya ha pasado”. Sería deseable que acertara, pero se ha dejado jirones de credibilidad por el camino al desoír consejos tan razonables como acabar con la bicefalia al frente de los asuntos económicos y tributarios, o acordar con la oposición el reparto de las cargas de la crisis y reformas de gran calado.
La peor consecuencia es que ahora resulta difícil reconocer un verdadero proyecto de país y que las corrientes centrales de la política, el PP y el PSOE, sufren un desgaste considerable y en paralelo —empezando por el propio presidente— frente a la espiral de protestas sociales. En vez de enfrentarse en solitario a una crisis descomunal, aún está a tiempo de apoyarse en los sectores más responsables de la sociedad y de la política.
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