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LA COLUMNA
Columna
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De políticos y de locos

No poseemos pruebas médicas de que nuestros dirigentes están locos. La cuestión es, ¿estaríamos mejor si realmente lo fueran?

Mariano Rajoy está tocado. Angela Merkel es una chiflada. François Hollande perdió el norte. Mario Monti y David Cameron viven en mundos paralelos. Los europeos decimos este tipo de cosas todo el tiempo, síntomas de nuestra impaciencia ante la ausencia de líderes capaces de ofrecernos una salida a la crisis. Es una forma de hablar. No poseemos pruebas médicas de que nuestros dirigentes están locos. La cuestión es, ¿estaríamos mejor si realmente lo fueran?

Según un libro publicado recientemente por un eminente psiquiatra estadounidense la respuesta es que sí.

En su libro First rate madness (Locura de primera), Nassir Ghaemi investiga las personalidades de Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y otra media docena de grandes líderes todos los cuales sufrieron trastornos mentales. Su hipótesis: que las depresiones o los ataques maniáticos o los trastornos bipolares que padecieron les dieron la fuerza y la lucidez necesaria para salir adelante en tiempos de crisis. “Los mejores líderes en una crisis o son enfermos mentales o mentalmente anormales; los peores en una crisis son los que gozan de mentes sanas”, escribe Ghaemi, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Tufts (Boston).

Ghaemi lo explica de la siguiente manera: la depresión hace que los dirigentes sean más realistas y tengan más empatía; la manía les hace más creativos y más resistentes. De los personajes que investiga el psiquiatra estadounidense en su libro ninguno padeció más episodios de depresión severa que Winston Churchill, que a su vez —especialmente durante la Segunda Guerra Mundial— exhibió repetidamente conductas maníacas.

Churchill fue el primer político británico en entender la amenaza que representaba el nazismo, el que alertó de la guerra que se avecinaba mientras la mayoría parlamentaria insistía en creer que la paz era posible. Ghaemi compara a Churchill con su antecesor como primer ministro, Neville Chamberlain. Chamberlain era una persona normal, sin ningún historial psiquiátrico. Como tal, su impulso plenamente cuerdo y racional fue, con el apoyo de la mayoría de los también “normales” ciudadanos británicos, intentar llegar a un acuerdo pacífico, negociado con Alemania. Churchill poseyó las armas mentales para saber cómo responder. La depresión le dotó del realismo y de la empatía necesaria para entender el carácter y las intenciones de Adolf Hitler, otro maniático depresivo; la manía le dio la clarividencia y la ilógica valentía indispensable para convencerse a sí mismo y a sus compatriotas de que la guerra se podía ganar cuando el consenso entre los demás políticos fue, especialmente a mediados del año 1940, que todo estaba perdido.

“Los desafortunados”, explica Ghaemi, “los que sufren reveses o tragedias, o el desafío de la enfermedad mental, parece que se convierten, con frecuencia, en nuestros más grandes dirigentes... Nunca están del todo bien, pero cuando ocurre una calamidad nos pueden levantar a los demás; nos pueden dar el coraje que podríamos haber perdido, la fortaleza que nos da equilibrio. Su debilidad, en resumen, es el secreto de su fuerza”.

Roosevelt tuvo dos debilidades. Una física, la polio a la que sucumbió durante la segunda mitad de su vida, y una anormalidad mental definido como “personalidad hipertímica”. Poseía una energía y un optimismo inagotables, vivía en un estado de casi permanente exaltación. Antes de aliarse con Churchill en la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt se tuvo que enfrentar a la Gran Depresión. Su respuesta a la crisis económica más grave del siglo XX fue que el Gobierno tenía la obligación de intervenir para generar trabajo y ayudar a los más desafortunados. Un Gobierno “incapaz de cuidar a los ancianos”, declaró Roosevelt, “de proveer trabajo para los fuertes y los voluntariosos, que permite que la sombra negra de la inseguridad planee sobre cada hogar no es un Gobierno que debería de perdurar”.

De ahí nació el famoso New deal de Roosevelt, una inversión pública sin precedentes para fomentar el crecimiento que el economista Nobel Paul Krugman clama al cielo por ver replicado hoy, especialmente en Europa. Los dirigentes europeos no le hacen caso. Estancados en las políticas del recorte y la austeridad, no demuestran el más mínimo interés en el ejemplo de Roosevelt.

Esto nos lleva a dos conclusiones. La primera, ya la sabíamos: que los Rajoy, los Monti y los Merkel no pasarán a la historia como grandes líderes; la otra, más novedosa, es que nuestros políticos hoy en día serán muchas cosas pero, para bien o para mal, locos no están.

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