Barack Obama puede estar orgulloso de su balance
La esperanza sigue intacta. Más que nunca. Y el combate continúa
A solo unos días del election day,y mientras en el mundo resuena toda esa palabrería inútil sobre el “sueño roto” de Obama, sobre su “magia evaporada” o incluso, ya que estamos, sobre la “esperanza asesinada”, no parece ocioso recordar lo que realmente salta a la vista: en cuatro años, el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos ha llevado a cabo al menos tres revoluciones.
En primer lugar, su gran reforma de la sanidad. Incompleta, sin duda. Y edulcorada, pues en el ardor de la batalla que le libraron los republicanos —reforzados por un puñado de demócratas— tuvo que revisar numerosos aspectos de su proyecto. Pero, al fin y al cabo, la hizo. Tuvo que pelearla, pero ganó. Y, digan lo que digan los quisquillosos, los amargados, los derrotistas, ahí está el resultado concreto: gracias a un presidente que vio luchar a su joven madre contra el cáncer, al mismo tiempo que contra un sistema sanitario que, de hecho, le negaba el acceso a los tratamientos que necesitaba, los 50 millones de excluidos del sueño americano han conquistado el derecho a enfermar, a envejecer, a afrontar honorablemente esa última y oscura cita que es, para cada uno de nosotros, el día de la propia muerte. Clinton no se atrevió a abordar esta revolución elemental y magnífica, esta extensión del dominio de la lucha por los derechos humanos entendidos también como derecho a sufrir, envejecer o morir con dignidad. Ni Kennedy. Ni Truman. Ni ningún otro. Y, desde un punto de vista histórico, es un éxito considerable.
A continuación, revolucionó un paisaje económico al que, en el momento en que él tomaba las riendas, el viento de una crisis sin precedentes amenazaba con transformar en un campo de ruinas. También en este caso, lo hizo de forma incompleta. Lo hizo a su manera, que es la de un pragmático, la de un hombre de términos medios, la de un centrista. Y, sobre todo, lo hizo en mitad de una tempestad que, por mucho que tendamos a olvidarlo, entonces aterraba a todos los responsables del planeta y los obligaba a navegar a ojo, sin instrumentos ni certezas, de forma que cada decisión podía conducir al desastre. Pero, al fin y al cabo, la hizo. Empezó por llamar al orden a Wall Street. Prudente pero firmemente, puso a prueba los primeros mecanismos de regulación financiera. Y, al inyectar los 800.000 millones de la American Recovery and Reinvestment Act y, luego, en septiembre de 2011, los 447.000 millones de la Jobs Act, puso en marcha el plan de reactivación más colosal de todos los tiempos. Como todos sabemos, no existe una historia de las catástrofes evitadas. Pero ¿tan difícil es imaginar cuáles serían los niveles de desempleo en el país sin tales decisiones? Y, sin la nacionalización de facto de tal complejo automovilístico, sin esos créditos masivos a favor de las energías sostenibles, sin esa reinversión keynesiana en unas infraestructuras olvidadas desde los años treinta, en resumen, sin ese nuevo New Deal, ¿quién sabe en qué estado se encontraría el país y, en consecuencia, el mundo? A uno le viene a la memoria, en efecto, el nombre de Franklin D. Roosevelt, inventor del primer New Deal. Y el de Lyndon Johnson, ese otro gran presidente, promotor de la Great Society. Para un hombre al que todos tachan de decepcionante e indeciso, cuando no de pusilánime, me parece que tampoco está tan mal.
En una palabra, Obama ha cumplido la mayor parte de sus promesas
Y, para terminar, modificó profundamente, y no es menos importante, el curso de la diplomacia norteamericana —y, por consiguiente, la imagen que el país proyecta sobre el planeta—. Tampoco esta vez lo hizo completamente. No dispuso de los medios políticos necesarios, por ejemplo, para cumplir su promesa de cerrar Guantánamo. Ningún hombre podía ni podrá nunca vencer solo a los ídolos de esa nueva religión mundial en la que se ha convertido el antiamericanismo. Pero consideremos la secuencia que se abre con el discurso de El Cairo, en el que tendió la mano a los musulmanes moderados. Consideremos la retirada de Irak. Y, en esa misma línea, la intensificación de la guerra contra los talibanes. Y, antes de conjurar la amenaza que representaba Bin Laden, el cuestionamiento de la alianza absurda, por no decir contra natura, que habían alcanzado sus predecesores con el Estado fallido de Pakistán. Barack Obama rompió con una estrategia jacksoniana según la cual, para combatir el terrorismo, valía disparar a ciegas, the West against the rest, Estados Unidos versus islam, y viva la guerra de civilizaciones. A cambio, pasó a una estrategia reflexiva, “selectiva”, en el marco de la cual el concepto de “guerra justa” venía a reforzar una defensa decidida del islam ilustrado: islam contra islam, guerra dentro del islam, una América que solo apunta y solo combate a los neofascistas, enemigos de los pueblos del mundo y, antes que nada, de los pueblos arábigo-musulmanes y de sus aspiraciones de libertad.
En una palabra, Obama ha cumplido la mayor parte de sus promesas. Y, para que cumpla las demás, bastará con que le concedan ese segundo mandato que, desde el primer día, decía que necesitaría para completar su empresa con éxito. Por mi parte, no lamento haber augurado, ya en 2004, es decir, cuatro años antes de su primera elección, el prodigioso destino de aquel a quien entonces bauticé como el “Kennedy negro”. No tengo motivos para sentirme decepcionado. La esperanza sigue intacta. Más que nunca. Y el combate continúa.
Bernard-Henri Lévy es filósofo francés.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva
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