La Europa del miedo
¿Por qué un continente que ha liderado tantos cambios, que se ha creído el centro del mundo y que ha atraído tantas miradas tiene ahora el aspecto de una tierra gastada?
En Sudamérica ven a Europa paralizada por el miedo. Esta era la síntesis de un reportaje de Francisco Perejil que publicó este periódico la pasada semana. ¿A qué se debe la atonía europea? ¿Por qué un continente que ha liderado tantos cambios, que se ha creído el centro del mundo y que ha atraído tantas miradas tiene ahora el aspecto de una tierra gastada? ¿Por qué la ciudadanía reacciona de modo tan timorato a la salvajada de los talibanes de la austeridad que la están hundiendo cada día un poquito más?
Sin duda, el miedo europeo tiene que ver con el bienestar alcanzado. Las clases medias europeas son un buen cultivo para las paranoias, las hipocondrías y las angustias paralizantes, que los Gobiernos han estimulado para imponer sus hachazos de austeridad. Los gobernantes tienden a esconder las malas noticias para preservar su imagen. En esta crisis, sin embargo, han optado por el discurso apocalíptico. Han bombardeado constantemente a la ciudadanía con augurios de grandes desastres para que asumieran sin rechistar unas medidas radicales que hasta el momento solo han dado efectos negativos para el bienestar de la mayoría.
Pero más allá de estas causas inmediatas de la cultura del miedo que ha empapado Europa hasta los tuétanos, hay factores que vienen de lejos. De las tres ideas de Europa descritas por Luuk van Middelaar —la de los burócratas, la de los Estados y la de los ciudadanos— es evidente que las dos primeras vienen sumando esfuerzos desde hace muchos años para marginar a la tercera. La combinación entre el despotismo tecnocrático de Bruselas y unos equilibrios intergubernamentales cada vez más inclinados hacia la hegemonía alemana están siendo letales para la política y para la democracia. Middelaar habla de la “carta administrativa” y del “poder del príncipe”. Las directivas de Bruselas —surgidas directamente de los oscuros despachos de los distintos comisariados y los lobbies que les rodean— han contribuido a minimizar el papel de los Parlamentos nacionales y de las leyes que de ellos emanan. La autoridad de los países más fuertes —y en especial del siempre temible poder prusiano— ha convertido a los demás Gobiernos en comparsas que luchan permanentemente por el reconocimiento. ¿Dónde queda la ciudadanía? ¿Por qué caminos puede hacer oír su voz?
Burócratas y Estados tienen muy claro que la idea de una Europa federal que realmente reconozca a los ciudadanos es una verdadera quimera. La burocracia de Bruselas ha sido especialmente nefasta para la calidad de la democracia. Es una casta tecnocrática que pretende liderar Europa de una manera autónoma y en beneficio propio. Para ella, “la vida política es un fenómeno superficial y ampliamente sobreestimado” (Middelaar), solo una burocracia racional puede conducir Europa. De modo que, lejos de cualquier proyecto político, su único objetivo es mantener su poder y posición. Esta negación de la política democrática, que conjuga perfectamente con la hegemonía conservadora que se desplegó a partir de los ochenta, es motor de una cultura política basada en conceptos como eficiencia, estabilidad, seguridad, crecimiento y productividad, y olvida sistemáticamente los conceptos básicos de justicia y equidad. La justicia, incluso en el sentido de Amartya Sen de reacción ante la injusticia flagrante, ha sido borrada del lenguaje político europeo. Sin justicia, ¿qué queda a parte del miedo?
A esta degradación institucional hay que añadir la incapacidad de la izquierda para dibujar un horizonte alternativo. Es más, ni siquiera ha demostrado voluntad de intentarlo. Arrastrada hacia el mimetismo de la derecha, ha dejado totalmente huérfano el espacio del pensamiento crítico, que cada vez queda como un ejercicio más solitario, sin posibilidad alguna de concreción política. Y así la política decae, el miedo cunde, la indiferencia reina. Sometida por la tecnocracia, la política cede ante el poder económico. De modo que el propio modelo social europeo, entregado a los intereses de la casta de Bruselas, de los lobbies y del país más fuerte, se diluye. El hombre animal político no puede despojarse por completo de la política. Ésta reaparece en territorios ya conocidos: el identitario o la promesa de soluciones que se sabe que son imposibles que llamamos populismo. Toda crisis es una disyuntiva. De lo que tarde el miedo en convertirse en indignación y ésta en política dependerá el futuro de esta Europa que desde fuera y desde dentro se ve triste y varada. Para recuperar la política no basta el recurso identitario, es necesario hablar de modelo social y de reforma democrática. El miedo de Europa es el resultado de una exclusión sistemática de los ciudadanos del proyecto europeo.
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