La confusión de la independencia
Cataluña y Grecia comparten la voluntad emancipadora de tomar las riendas del propio destino. Pero conviene cultivar una fría racionalidad para ayudar a encontrar una solidaridad sin agravios en la adversidad de la crisis
Desde el inicio de la crisis del euro, desde el primer rescate de Grecia, uno de los temas que ha creado más confusión ha sido si este país saldría, o sería expulsada, de la Eurozona (y, por extensión, de la Unión Europea). La dificultad —o imposibilidad— de pagar deudas y de cumplir programas troikianos de austeridad, ha llevado a menudo a los griegos a izar la bandera de la independencia del euro. La frustración germana con los griegos incumplidores también ha provocado voces de exclusión o, en otras palabras, de independencia impuesta. En ambos casos, más como amenaza retórica que como auténtica salida a la crisis. Pero a menudo la retórica no es baladí, alimenta la confusión, la crispación.
Confusión, porque no siendo la solución del problema, ofusca el camino a seguir, distrae de los pasos que hay que dar. No es muy difícil ver que ni para unos ni para otros la independencia es la solución del problema (lo que no quiere decir que no pueda suceder). Para los griegos, porque a la mañana siguiente tendrían un Estado más soberano, pero aún más débil para afrontar los mismos problemas; podrían recuperar el dracma, pero ¿qué valor tendría la vieja moneda? Para los alemanes, porque no les hace falta expulsar a los griegos del euro si lo que quieren es reducir las transferencias y, si los echasen, perderían legitimidad para liderar el proyecto integrador de la diversidad que se llama Europa, un liderazgo que para Alemania se ha revelado una gran forma de competir en la economía global.
Confusión, porque los gritos de independencia esconden visiones contradictorias de lo que, de hecho, se debe hacer. El clamor griego muestra, por una parte, una voluntad emancipadora de tomar las riendas del propio destino (en inglés: empowerment) y no aceptar imposiciones; pero, por otra parte, el autoengaño de no afrontar la situación —con el victimismo de que son soluciones impuestas— y mantener los derechos adquiridos. Las voces alemanas expresan, por una parte, racionalidad —la unión no es, ni puede ser, un cheque en blanco— y, por otra, insolidaridad y desprecio. Cuando la independencia no es una discusión, sino un clamor, estas diferencias antagónicas se acallan y la confusión favorece a menudo las concepciones reaccionarias: el postergar decisiones y alimentar los prejuicios sectarios; en definitiva, el transformar la crisis en una recesión profunda.
El encaje del Estado catalán en la UE es
En cambio, cuando está claro que la salida de Grecia de la Eurozona no es una solución, como no lo es el transferir el problema de su deuda a los demás países del euro —porque la deuda es un simple reflejo de problemas más ancestrales—, es cuando se sueltan estas amarras y es posible afrontar la situación: empezar a navegar.
El diálogo se hace (y se debería haber hecho) más claro: es responsabilidad de los griegos ofrecer soluciones, e implementar políticas, creíbles; es responsabilidad de los países de la Eurozona el ayudar a un miembro en crisis y poner sus armas en ello (ECB, MEDE, etcétera), pero como compartir riesgos no es hacer transferencias permanentes, esta responsabilidad no es un cheque en blanco: está condicionada. Condicionada a lo que es posible, lo que a su vez depende de lo que se hace (por ejemplo, como era previsible, ni todas las deudas se podían pagar, y había que cambiar la política de pensiones para hacerla creíble). Pero son responsabilidad común, no unilateral, los acuerdos que afectan a ambas partes: por ejemplo, cómo y con qué tiempos se condicionan las transferencias (así deberían haber sido los Memorandums of Understanding, pero los tiempos en que se han planteado demuestran poco entendimiento común).
Cataluña no es Grecia, aunque ambas compartan el ser un cabal reflejo de lo complejo que resulta establecer uniones políticas en la diversidad, solidaridad en la adversidad. Tienen algo en común: la manera en que salgan de la euro-crisis va a determinar su crecimiento, bienestar e identidad en las próximas décadas. Cataluña no es Grecia; entre muchas otras cosas, no es un Estado, aunque es fácil argumentar que tiene más capacidad de autogobierno… si la dejaran. En este sentido, la pregunta de si quiere ser un Estado de la Unión Europea parece justa y razonable, como lo podía haber sido preguntar a los griegos si debían seguir en la Eurozona. Son preguntas de gran calado y emotividad; hay que dejar de lado esta última para valorar la primera.
Como decía, no era la pregunta adecuada para Grecia y no lo ha sido (a pesar de que Papandreu la propusiera en noviembre del 2011 y, parece ser, Merkel la sugiriera en mayo del 2012). ¿Es la pregunta adecuada para Cataluña?
La manera en que salgan de la crisis va a determinar su futuro crecimiento y bienestar
Es difícil responder a una pregunta con frialdad cuando ya se ha politizado, corre la tinta (o los words de Word), y nos toca de tan cerca. Por esto pienso en Grecia que también es mediterránea pero me queda algo más lejana. Desgraciadamente, en el clamor catalán de independencia (mejor llamarlo por su nombre) también veo confusión y parecidas visiones contradictorias: el empowerment del 11 de setiembre y el sueño de quienes ya se ven abriendo embajada catalana en París; la racionalidad en los que piden seny, recuerdan la gravedad de la crisis y hablan de federalismos y, a la vez, el desprecio en aquellos que al decirlo se les escapa una mueca (al forzar la pronunciación catalana), utilizan la crisis para posponer decisiones sobre un problema histórico, y hablan por pura retórica.
Pienso en Grecia y, como nos enseña la teoría de la decisión (y de juegos), intento ver la solución final y, recorriendo el camino inverso, ver cuál es el camino adecuado. Confusión. Entiendo la frustración de quienes dicen que “los intentos de encaje de Cataluña en el Estado español son hoy una vía sin recorrido”, pero no veo, como otros no ven, el recorrido del encaje del Estado Catalán en la Unión Europea. No es por falta de imaginación o por un simple cálculo económico (de la lechera), sino porque es una opción política que no está en la agenda de la Unión Europea y forma parte del interés de muchos Estados miembros que no lo esté, aún menos en la Eurozona, y nadie con un mínimo de seny quiere balcanizar el problema. La confusión puede llevar a transformar el voluntarismo de la opción en un nuevo victimismo respecto a Europa, una nueva distracción en tiempos de crisis.
En cambio, cuando está claro que mientras la Unión Europea sea una Europa de Estados (y la nueva propuesta de los once, entre ellos España, profundiza en esta dirección; EL PAÍS 19 de septiembre de 2012), el Estado Catalán de la Unión Europea es una ensoñación, por decirlo en palabras de Juan Luis Cebrián (EL PAÍS, 23 de septiembre de 2012), cuando se ha despejado esta confusión, es posible y necesario confrontar la nueva situación que 30 años de autonomías —históricas y menos históricas— ha creado y que el 11 de setiembre en Barcelona, la crisis de las cajas de ahorros y los recortes de las Comunidades Autónomas nos han recordado.
Es posible ver que, precisamente porque la Unión Europea —y, en especial, la eurozona— absorben una gran parte de nuestro espacio político-económico, diversas opciones son posibles dentro (llamémosle también por su nombre) del Estado español, sin que al Rey se le caiga la corona.
Con una buena dosis de fría racionalidad por parte de todos, la voluntad emancipadora del empowerment catalán puede, y debería, ayudar a encontrar una mejor unión política en la diversidad, a encontrar solidaridad sin agravios en la adversidad de la crisis. Quizás esta sea la estrategia, no sin riesgo, del Gobierno catalán: el empowerment y la pregunta de gran calado como bazas de negociación. Quizás de la confrontación nacerá un nuevo entendimiento. Quizás no haga falta esta confusión…
Ramon Marimon es director del Max Weber Programme, profesor del European University Insitute y de la Universitat Pompeu Fabra y presidente de la Barcelona Graduate School of Economics.
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