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Tribuna
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Tenemos un problema

Para buena parte de la población catalana la autonomía ya no es solución, sino frustración

Sí, parece que lo tenemos, y grave. La manifestación del pasado 11 de septiembre en Barcelona y la nueva actitud adoptada por el Gobierno de Artur Mas con respecto a las reivindicaciones nacionalistas ha cogido con el pie cambiado al Gobierno abriendo un escenario de consecuencias imprevisibles. En el fondo del asunto existe un hecho incuestionable: la existencia de una comunidad autónoma, una parte importante de cuya población se siente miembro de una nación diferente de la española. Lo mismo ocurre en el País Vasco. Sus poblaciones conviven con otras que sienten lealtades compartidas —tan catalanes (o vascos) como españoles— y aun con las minoritarias —solo españoles—. Como reconoció la (ya casi ex) presidenta Aguirre, durante la Transición, los dos “problemas” a la hora del diseño del nuevo Estado democrático los constituyeron estos dos territorios a causa de sus reivindicaciones y al hecho de que estas eran expresión de sentimientos nacionalistas. Sentimientos inexistentes, o en grado comparable, en el resto de regiones. Y sentimientos que por entonces confluían en la valorización intrínseca que en democracia tiene toda descentralización de la toma de decisiones, al acercarlas al ciudadano, y se materializaban en la reivindicación autonómica. Como es bien sabido, tal reivindicación acabó convirtiéndose en el llamado café para todos.

Hasta aquí muy bien, pero las diferencias continuaron existiendo. Habría autonomías con una base nacionalista extensa y autonomías sin ella. Las dos primeras diferenciadas, además, entre sí: una con auténtica autonomía financiera, la otra sin; una, participando escasamente en la solidaridad interregional, la otra, ampliamente, dada su potencia económica. Solidaridad interregional que, por otra parte, debería seguramente haberse planteado con plazos y ritmos y no parecerse a una especie de pozo sin fondo, y sin fin.

Opciones como el federalismo o la plena independencia serían la respuesta
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Desde entonces han pasado 35 años, siempre con la persistencia de los dos nacionalismos “periféricos”. Y cuando, desde el suyo, Cataluña planteó en 2006 la ampliación de su nivel de autonomía, la respuesta fue una nueva edición del café para todos agravada por la actuación del Partido Popular y su recurso de inconstitucionalidad planteado solo contra el nuevo Estatut. Recurso que acabó llevando al recorte del Tribunal Constitucional y a la subsiguiente frustración de una parte muy significativa de la población catalana.

Sin duda, de esos polvos han venido estos lodos. En Cataluña ha crecido la desafección a la pertenencia al Estado español. Tras los años del posibilismo pujolista, de su continuación por Maragall e incluso por el nada nacionalista Montilla, el Gobierno de Mas se ha puesto al frente de la gran ola de descontento, en la que confluyen el hartazgo por el fracaso del entendimiento mutuo y la percepción —discutible, sin duda, en medio de una crisis del calado de la que enfrentamos— de que con la independencia las cosas irían mejor. Una operación, la de Mas y su Gobierno, sin duda brillante y que tiene el valor añadido de oscurecer una rigurosa y sesgada política de recortes y una escasa afección por el sector público, sea sanitario, educacional o universitario. Pero no solo oportunista, sino también expresión del sentir de una parte importante de la población. No lo olvidemos.

Como tampoco que tenemos un problema. Y la política debería servir para encauzarlo. Para buena parte de la población catalana la autonomía ya no es solución, sino frustración. Y de manera parecida a Escocia o a Quebec, crece la aspiración a la independencia. Tal vez el principio de la solución resida en aceptar de una vez por todas lo obvio: la existencia de nacionalismos muy arraigados y ya probablemente mayoritarios en Cataluña y el País Vasco, con vocación independentista o de cambio radical de la relación con el Estado central. Y, sobre todo, en comenzar a tratarlos política y constitucionalmente como tales. Tal vez también haya llegado la hora de aceptar plenamente al otro. Y por tanto, y de manera parecida a lo que ocurre en Reino Unido y en Canadá, de que se arbitren instrumentos constitucionales —vía reforma de la Constitución de 1978— para permitir que una comunidad autónoma encuentre el nuevo tipo de encaje que la mayoría de sus ciudadanos desee y decida mediante su voto. Eso implica, por supuesto, la inclusión del derecho de autodeterminación y su plasmación en referéndums en los que se ofrezcan al ciudadano las opciones que los partidos planteen: sea la continuación del marco autonomista; sea su profundización vía federalismo; sea la plena independencia; sea un nuevo marco constitucional confederal entre España, Cataluña y el País Vasco, en el que los dos últimos permanezcan unidos pero sean de facto independientes, aunque no se doten de diplomacia, fuerzas armadas o fronteras propias.

¿El conjunto de España está dispuesto a aceptar con todas sus consecuencias democráticas la existencia de nacionalismos no españoles?

Probablemente, opciones como esta última, o la plena independencia, sean la respuesta, de una vez por todas, a lo que sienten y desean partes importantes de las poblaciones vasca y catalana. Tal vez en el futuro demuestren incluso mayor capacidad para arrastrar a nuevos sectores de la población. Tal vez no, ya que sería imaginable que la articulación de una alternativa federalista, formulada con claridad y bien explicada, ganase terreno y recuperase a desencantados votantes de partidos que —como en Cataluña el PSC— han sido incapaces históricamente de formular una alternativa catalanista de izquierdas. Pero esto está por ver y por hacer. Porque la estrategia del Partido Popular, de defensa cerrada de la Constitución y del Estado autonómico, aunque pueda potencialmente crecer, tiene claros límites en Cataluña.

En todo caso, lo que debería prevalecer es la idea de que la política tiene como objetivo servir a la ciudadanía y de que no existen constituciones intocables. Seguramente ayude a desacralizar la nuestra de 1978 recordar con qué celeridad fue cambiada hace un año, o el número de veces que países como Austria u otros han cambiado las suyas tras la II<TH>Guerra Mundial. El 11-S-12 muestra que el marco político e institucional actual de relaciones internas, en relación con Cataluña, está profundamente desacreditado para buena parte de su población. Muchas preguntas están en el aire. Una de ellas la de si en el conjunto de España se está dispuesto a aceptar con todas sus consecuencias democráticas la existencia de nacionalismos no españoles; otra, de si contamos, aquí y allá, con estadistas a la altura de lo que se avecina. Los estadistas que sin duda, como ciudadanos, nos merecemos.

Joan Maria Thomas es profesor de la Universidad Rovira i Virgili.

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