La pobreza alimenta la prostitución
El 80% del millón aproximado de seres humanos que pasan por las redes de tráfico de personas son mujeres. Su destino son la carreteras, calles, pisos y puticlubs de los países desarrollados y generan grandes beneficios
Antes de empezar a escribir este artículo, hojeo el dominical de EL PAÍS de hace unas semanas y me tropiezo con una fotografía de Txema Salvans. Sobre un fondo de maquinaria industrial, está sentada en un viejo sillón de escay una prostituta —Soledad la apoda Salvans—, ligera de ropa y bajo un parasol, en una carretera de Murcia. Aunque podría ser cualquier carretera secundaria de cualquier región española y podría ser cualquiera de las aproximadamente 500.000 mujeres prostituidas en nuestro país. En el breve texto que la acompaña, dice el fotógrafo que pretende provocar “un claro posicionamiento de aquellos que tienen el poder de cambiar las cosas”.
¿Se referirá Salvans a quienes hacen política? ¿O tal vez apela a la capacidad que, como individuos pertenecientes a una colectividad, tenemos todos y todas? Y cuando dice “cambiar las cosas”, ¿se refiere a borrar de nuestras carreteras el triste espectáculo de estas mujeres o —si lo interpreto bien— pretende que empiecen a variar las condiciones mundiales que son las causas de esta lacra?
Veamos estas causas. Pero antes, si a usted le viene a la cabeza el recuerdo de una mujer bien vestida y con cierto barniz cultural apareciendo en un plató de televisión para presentar su último libro donde cuenta cómo se ha hecho rica ejerciendo de meretriz, borre esa imagen ya que poco tiene que ver con la que ha fotografiado Salvans, que es, en cambio, paradigmática de quienes ejercen la prostitución. Si por casualidad recuerda aquella estupenda Julia Roberts en la tramposísima película que es Pretty Woman, olvídela también; las mujeres como Soledad no acostumabran a hospedarse en una suite del Palace, con un tipo que está como un queso y cuya visa no se funde nunca.
La mayoría de Soledades que pululan por nuestras calles y carreteras y que malviven a base de ofrecer relaciones sexuales de pago a los bien instalados —incluso con la crisis, lo están mucho más que ellas— varones occidentales provienen de la miseria y siguen en ella. Porque la primera causa para ejercer la prostitución es la situación de pobreza que soportan las mujeres en todo el mundo.
Ocuparse de los cuidados de los más necesitados genera como mucho un salario emocional
Según la ONU, de los 1.500 millones de personas que viven con un dólar o menos al día la mayoría son mujeres. Y, lo que es peor, la brecha que separa a hombres y mujeres no ha hecho mas que aumentar en el último decenio. Es lo que se conoce como feminización de la pobreza.
En marzo de 2004, cuando todavía la crisis no había enseñado las uñas, la OIT advertía de que, si bien el número de mujeres que ingresaban en el mundo del trabajo nunca había sido tan elevado, estas todavía tenían que hacer frente a terribles desigualdades respecto a los varones: tasas de desempleo más elevadas y salarios más bajos. Por todo ello, a pesar de recibir remuneración, las mujeres representaban el 60 por ciento de los 550 millones de trabajadores pobres del mundo.
En marzo de 2009, ya con la crisis económica en la yugular, la OIT dijo que el número de desempleadas podría aumentar hasta en 22 millones y pronosticó que la crisis dificultaría —¡más!— “el trabajo decente para las mujeres”. No hacia falta ser la OIT para predecir que la crisis se cebaría más en las mujeres.
Vamos a detenernos un instante en comprender por qué las mujeres han participado y siguen participando en menor medida en el mercado de trabajo o, dicho de otro modo, por qué las mujeres tienen muchas más probabilidades que los hombres de vivir en la pobreza. Pues, porque a ellas les ha correspondido tradicionalmente el tiempo del cuidado, esto es, ocuparse del hogar, las criaturas, las personas dependientes y las ancianas. En definitiva, ocuparse de los cuidados que cualquier ser humano en algún momento de su vida necesita. Un trabajo que requiere mucho esfuerzo y tiempo que no estará disponible para otra actividad. Un trabajo por el que las mujeres no reciben contraprestación económica ninguna; si acaso, como un día me señaló el economista Sala i Martín, un salario emocional. Pero, obviamente, las hipotecas no se pagan con emociones.
Ese ingente número de horas invertido en el cuidado no ha sido tenido en cuenta nunca por las escuelas de economía, ya que no las han considerado economía productiva, y, sin embargo, son absolutamente imprescindibles para la sostenibilidad de la vida humana, e incluso de la llamada economía real. Ha sido necesaria la mirada de sociólogas como María Ángeles Durán o economistas como Cristina Carrasco para que entendiéramos que estas horas, monetizadas, pueden llegar a ser el equivalente de un cuarto del PIB del país.
Cuando las mujeres, formadas y conscientes de sus derechos, han saltado a la palestra del mercado laboral, no sólo han descubierto con pesar que se las obliga a desarrollar una doble jornada sino que, además, para la patronal llevan en la frente, según palabras de la matemática María Pazós, el cartel de “menos disponible”.
Uno de cada cuatro varones españoles ha sido cómplice de este opresivo sistema
En los países en vías de desarrollo, pues, las mujeres son carne de cañón para las organizaciones dedicadas al tráfico de personas (segunda causa de la prostitución), uno de los mayores negocios del mundo que, junto con el de las drogas y el de las armas, generan beneficios astronómicos. Se calcula que anualmente son traficados entre 800.000 y 1,2 millones de seres humanos, de los que el 80 por ciento son mujeres cuyo destino son las carreteras, calles, pisos y puticlubs de los países desarrollados, donde ejercerán de esclavas sexuales de varones occidentales, ya sean ejecutivos agresivos, trabajadores quejosos de ser oprimidos por la patronal, “respetables” padres de familia, niñatos que celebran su fin de curso, curas, solteros a quienes les parece menos complicado eso que ligarse a una mujer de igual a igual porque, en este caso, están obligados a satisfacerla sexualmente...
La trata de personas, pues, es consecuencia de la demanda de prostitución de los países ricos; los puteros -que no clientes- son la tercera causa de esta lacra. Se calcula que en España entre un 27 y un 39 por ciento de varones ha recurrido al menos una vez en su vida a la prostitución. Es decir que por lo menos uno de cada cuatro españoles ha sido alguna vez cómplice de este opresivo sistema.
Hasta ahora la mayoría de meretrices en nuestro país eran extranjeras. Sin embargo, la crisis está empujando cada vez a más españolas a ejercer la prostitución.
Y es que en nuestro país, las mujeres, que ya partían de situaciones precarias de empleo —temporal, a tiempo parcial (80 por ciento del total) o subempleo— y de desempleo —de larga duración o sin prestación (más del 60 por ciento de las Rentas de Inserción Mínima), sufren ahora con mayor dureza los efectos de los recortes en gasto social: reducción en prestaciones a la dependencia, menor número de plazas escolares de 0 a 3 años, paralización de los permisos de paternidad iguales e intransferibles...—.
Cambiar el destino de estas mujeres en situación de prostitución no pasa por ponerles multas como ha anunciado que hará el ministro del Interior para evitar el “lamentable espectáculo” a las mentes bienpensantes.
Cambiar el destino de estas mujeres pasa por platear un sistema económico justo y sostenible que incorpore en igualdad a ambos sexos.
Cambiar el destino de estas mujeres pasa por perseguir a las mafias y no favorecer su instalación en nuestro país con leyes permisivas y con modelos económicos basados en el ladrillo o en Eurovegas.
Cambiar el destino de estas mujeres pasa por transformar la mentalidad de esos varones, bien con escuelas de puteros que los eduquen, bien con multas que les quiten las ganas.
Cambiar el destino de estas mujeres pasa porque los derechos de las mujeres dejen de ser derechos de segunda y pasen a formar parte de verdad de los derechos humanos.
Gemma Lienas es escritora.
www.gemmalienas.com.
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