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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Homer y la señora Simpson

La rompedora serie de la familia amarilla sigue triunfando 25 años después de sus primeros pasos

MARCOS BALFAGÓN

"Nunca te fíes de una persona a la que no le gustan Los Simpsons”, escribía recientemente un bloguero. Podemos tranquilizarnos. La familia amarilla ha resultado ganadora  del concurso Guerra de series que ha impulsado EL PAÍS, en el que ha desbancado a otros contrincantes de altura. ¿Por qué?

Homer y los suyos forman parte de nuestra vida, desde que en 1991 comenzó la emisión en abierto de esta serie irreverente y mordaz. Parte de su éxito se debe a la apuesta de su creador Matt Groening por un dibujo rompedor, deformante de algunas realidades como el cardado de Marge o la barriga del cabeza de familia.

Pero sobre todo se debe a sus inteligentes guiones, obra de un equipo de hasta 16 personas que ha ido variando y renovándose desde la aparición de estos personajes en 1987, que se entremezclan con otros de la vida real, como aquel episodio el que el presidente  George Bush padre se instala en Springfield, del otro lado de la calle donde viven los Simpson, para entrar en una pelea con Homer que pretende evitar la mismísima Bárbara, primera dama.

Son una familia estadounidense de clase media baja en la ciudad más común de EE UU en que se pueda pensar. No representa, sin embargo, el sueño americano según el cual el esfuerzo lleva al éxito en la vida. Homer, que prefiere tirarse en el sofá con una cerveza, que ni siquiera abandona en su trabajo de controlador en una central nuclear, no está por la labor: “Si algo es difícil y duro de hacer, entonces no vale la pena hacerlo”, asegura en contra de los consejos que en plena crisis nos da a los españoles el empresario Juan Roig. Y en esta mentalidad intenta educar a sus hijos, aunque en el caso de su estudiosa y activista hija Lisa no lo logre. Parte de la genialidad de la serie es la mezcla del anticliché antisocial con un uso inteligente y mordaz de los estereotipos. Según el filósofo Julian Baggini, el hecho de que se trate de un dibujo animado permite captar mejor la esencia de lo real.

También ha ganado porque quizá sea la serie a cuyos seguidores no solo no les importa, sino que exigen que las cadenas repitan una y otra vez los episodios pasados. No les vale, como a Homer, cualquier cosa en la tele. Quieren que sea Los Simpson.

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