Un lugar donde vivir
El tiempo de la lectura es el tiempo intenso de la ‘kairós’ griega, con sus momentos irrepetibles y sus epifanías.
“¿En qué libro te gustaría vivir?”, tal es la pregunta que, a través de Winston Manrique, este periódico ha hecho a un grupo de escritores durante la Feria de Libro de Madrid. Es una pregunta compleja, pues suele ocurrir que los libros que más nos gustan no sean demasiado aconsejables para vivir en ellos. Los dolorosos cuentos de Katherine Mansfield, las inquietantes parábolas de Franz Kafka, las oscuras historias de William Faulkner, son algunos de los textos indiscutibles de la literatura reciente y sin embargo ¿por qué habríamos de elegirlos para vivir en sus páginas si en ellos sólo hay tristeza, angustia y dolor? Augusto Monterroso recogió en su Antología del cuento triste una selección de los cuentos más tristes de la literatura occidental del pasado siglo. Y para justificarse escribió en su prólogo: “Si es verdad que un buen cuento se concentra toda la vida y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”.
No hay un personaje femenino más cautivador que Fortunata, pero ¿querríamos enamorarnos como ella de un patán como Juan de Santa Cruz? Es imposible no adorar a Colometa, la protagonista de La plaza del diamante, pero su testimonio habla de un tiempo tan lleno de injusticias que nadie en sus cabales querría vivir en él para estar a su lado. En El esclavo, la novela de Singer, se nos cuenta una de las más bellas historias de amor que se han escrito nunca, sin embargo sus protagonistas, Wanda y Jacob, no hacen sino sufrir en un entorno dominado por la violencia social, las supersticiones y la rígidas reglas religiosas, y aunque envidiamos su pasión inagotable nos espanta la magnitud de su pena. La obra de Carson McCuller nos dice que no hay salvación en el amor; y es mejor no enamorarse de las leves y encantadoras muchachas de Scott Fitzgerald porque suelen terminar como esas mariposas que se queman las alas en los farolillos de las fiestas del verano. Y qué decir de Billy Bud, el marinero protagonista de la novela de Herman Melville, o de Catherine y Heathcliff, los amantes de Cumbres borrascosas. ¿De verdad querríamos parecernos a ellos? Nos gustan las historias tristes, porque nos permiten conjurar nuestros propios temores y realizar a través suyo lo que tal vez en nuestra propia vida no nos atrevimos a hacer, pero algo muy distinto es querer que nos pasen a nosotros.
Charles Dickens escribió un cuento en que un fantasma elegía invariablemente para volver al mundo los lugares en los que fue desgraciado. Sus apariciones solían ser terroríficas, pues estaba cargado de antiguo odio, hasta que alguien sensato se lo recriminó. Su argumento no pudo ser ni más delicado ni más concluyente. “Puesto que puedes regresar de la muerte, ¿por que no lo haces a los lugares y a los instantes en que fuiste feliz, en vez de hacerlo a aquellos en que fuiste maltratado?”
Cuando leemos elegimos visitar ese bosque donde todo puede suceder
¿Por eso nos gustan los libros tristes: porque nos permiten volver a los lugares en que fuimos desgraciados? La desdicha es mucho más literaria que la felicidad. Basta recordar el famoso dictamen de Tolstoi, en el arranque de Anna Karénina: “Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. No es cierto sin embargo que los libros hablen solo de esa desgracia que es vivir. Por ejemplo, Las Mil y una noches o las gozosas comedias de Shakespeare o de Lope de Vega no lo hacen. Es la ventaja de las comedias, donde nada es irreparable y hasta las mayores desgracias contienen el germen de nuevos e imprevistos comienzos.
Las mil y una noches es un libro lleno de historias oscuras y terribles, pero también de encuentros sorprendentes e inesperadas maravillas. Un libro en que los relatos se suceden sin solución de continuidad, y en que la desgracia que nos espera en uno de ellos a menudo se transforma en el umbral que nos lleva a la felicidad del siguiente. El lector pasa de unos a otros como esos peces que en los ríos van de los rápidos a los remansos, o de la fría profundidad de las grutas a la tibia superficie del agua. Es lo que nos pasa con el mundo de los libros, cada uno nos lleva a un lugar nuevo. Alistair Macleod lo hace a esos mares helados del Canadá donde un caballo o un perro pueden robarte el corazón; Flannery O’Connor a las calles donde deliran sus santos oscuros; Alice Munro, a ese mundo cotidiano donde un recuerdo inesperado puede iluminar o arruinar la vida; Truman Capote, a esos pisos solitarios donde la desgracia suele arruinar la vida de los que han recibido un don.
El mundo de la literatura se parece al bosque de Sueño de una noche de verano, la comedia de Shakespeare. Chesterton afirma que es la obra maestra del autor inglés, la más audaz y alegre, la más perturbadora y honda. En ella, dos parejas de jóvenes se esconden en el bosque para vivir sus amores. Es una noche de verano y el bosque se puebla de hadas y duendes que deciden jugar con ellos cuando se quedan dormidos. Un duende, Puck, pone en sus párpados el jugo de una flor mágica, que hace que se enamoren de la primera persona que ven al despertarse. Y el azar hace que se fijen en aquel o aquella que no les corresponde, dando lugar a todo tipo de malentendidos. La locura alcanza a la reina de las hadas, que se enamora de un cómico que lleva una cabeza de un burro. Pero todo se resuelve al final y cada uno encuentra la pareja que merece, y en el mundo vuelve a reinar la armonía de los amores correspondidos.
La obra de Shakespeare nos enseña que no debemos mantener separados el mundo real del de la fantasía. La realidad necesita de la fantasía para volverse deseable; la fantasía de lo real para poderse compartir con los demás. El bosque hechizado bien podría confundirse con el mundo de los libros. Cuando leemos elegimos visitar ese bosque donde todo puede suceder. En él nos esperan los senderos misteriosos, las llamadas del deseo, las metamorfosis, las sabias mentiras del amor. Esa vida dormida que hay en cada uno de nosotros y que solo el hechizo de la literatura, como la flor mágica del duende Puck, puede despertar. El tiempo de la lectura es el tiempo intenso de la kairós griega, con sus momentos irrepetibles y sus epifanías.
La obra de Shakespeare nos enseña que no debemos mantener separados el mundo real del de la fantasía
Ingman Bergman hizo una divertida película inspirada en la comedia de Shakespeare. En ella, varias parejas se reúnen en una casa de campo, y bajo el embrujo de la noche intercambian sus palabras, sus anhelos y sus engaños. En una de las escenas, un personaje dice que el amor es un malabarista capaz de mantener tres pelotas en el aire. Una de esas pelotas es el cuerpo; otra, las palabras: y la tercera, el corazón. Al leer somos ese malabarista, y así nuestro cuerpo encendido por el deseo, las palabras que lo pueblan de sueños y el corazón que niega la muerte permanecen milagrosamente suspendidos en el aire mientras el libro está en nuestras manos. Y ese milagro nos llena de felicidad, aunque se trate de un libro lleno de desdichas.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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