_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Romney: matonismo y memoria

No es extraño que ejerciera el mismo tipo de adiestramiento en el arte de ser “hombre”. Ayer, el pelo de los gais. Mañana, los pelos del presupuesto

Cuando supe que Mitt Romney había llevado a cabo, a los 18 años, actos de matonismo contra un compañero de curso, lo primero que me vino a la memoria, como seguramente le sucedió a muchos otros lectores de la noticia, fueron mis propias experiencias con este tipo de asalto, como víctima y también como practicante.

Ninguna de ellas alcanzó la brutalidad con que obró el presunto candidato presidencial republicano, pero abren una eventual ventana sobre este tipo de incidente, la posibilidad de entender quizás sus alcances.

Fue en 1953 y en Nueva York que adquirí, a los 11 años de edad, conciencia de lo que significa el bullying, palabra de moda ahora en Estados Unidos para denunciar las agresiones malignas que sufren jóvenes de sus semejantes en los lugares públicos. En ese entonces, sin embargo, tales embestidas eran consideradas naturales, y quienes recibían el maltrato debían, muy simplemente, aguantar, y jamás protestar ni menos avisar a las autoridades acerca de esa especie de ataque.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Así que aguanté, qué le iba a hacer. No le conté a nadie que en Dalton, el colegio particular y exclusivo en Manhattan al que me había trasladado cuanto nos mudamos después de cinco años en Queens, era yo el objeto de constantes arremetidas de parte de una pandilla de compañeros de curso. Por suerte, no fueron asaltos físicos (esos vendrían más tarde, en Chile), pero las palabras (acompañadas de empujones y codazos y acorralamientos) pueden herir más que un puñetazo o una cachetada. Creo que lo que más me dolía era sentirme extranjero, que no se me recibiera como un miembro ordinario y normal del grupo. Porque era, en efecto, extranjero. Aunque mi inglés era perfecto, sabían aquellos muchachos que había nacido yo en la Argentina y de las simpatías de mi padre por el comunismo y enemigo, en consecuencia, del pueblo norteamericano. Y por cierto que a los machitos que me perseguían no les gustaba mi personalidad desbordante de energía e ideas estrafalarias, mis aspavientos y jactancias, mis oscilaciones entre la sonrisa gregaria y la introspección artística.

A los 11 años aprendí que es terrible ser víctima pero mucho peor es convertir a otro ser humano en víctima

El peor de todos era un chico al que llamaré Johnny. Era el más pequeño de la jauría: pecoso, simpático, regordete, pero agraciado con una lengua de víbora que siempre atinaba qué decir para dar en la herida y echarle sal. Era el más pequeño, digo, y tal vez por eso, una tarde, cuando salí del colegio y me lo topé y me comenzó a insultar y yo me fui por la calle 89 hacia Central Park donde debía tomar el bus de vuelta a casa y él no cejó, continuó detrás de mí, jugando con mi nombre —no te deberías llamar Vlady, sino que Bloody, o mejor Lady, eres una lady, una mujercita, you’re not a man you’re a lady. Y justo antes de llegar a la esquina, de pronto algo se quebró adentro de mí y me di media vuelta y lo tiré al suelo y me monté encima de él y le apreté los dos brazos contra el pavimento duro de Nueva York y le exigí que se tragara sus palabras, que prometiera nunca más atormentarme.

No lo quiso hacer.

Lo tuve ahí largos minutos, acezando de ferocidad, sin aliento los dos, él de espaldas y yo encima de él, incapaz de movernos. Recuerdo una señora que pasó por la calle y que se detuvo por unos instantes, mirándonos, recuerdo su cara de pájaro, sus ojos preocupados detrás de anteojos minúsculos de abuelita, recuerdo que finalmente, sin decir una palabra, siguió su camino.

Fue suficiente para que yo me viera como ella me estaba viendo: como un matón, alguien que estaba abrumando a otro ser humano, simplemente porque era más fuerte.

Intenté una última arremetida desesperada.

-¿Vas a dejarme tranquilo?

-No.

Johnny sabía que no le iba a hacer daño de verdad. Sabía que, en el fondo y también, porqué no reconocerlo, en la superficie de mi ser, era yo un chico pacífico, de aquellos que tienen el cuidado de sacar de la casa un bicho o una araña para que recorriera en libertad su brevísima vida. Johnny sabía más de mí que yo mismo.

Me levanté, temblando de rabia y vergüenza. Alcancé a espetarle unas amenazas inútiles e idiotas —bueno, ahora te das cuenta lo que te puede pasar si sigues jodiéndome— y me fui a casa, arrastrando mi fracaso y algo más. Porque aprendí en aquella peripecia una lección que nunca se me olvidó: es terrible ser víctima pero mucho peor es convertir a otro ser humano en víctima, mucho peor es perpetrar contra un semejante lo que nos han hecho con alevosía. No sugiero que me haya convertido en santo a los 11 años: quedaban por delante muchas décadas de errores e imperfecciones y furor. Pero la revelación que tuve en esa calle de Nueva York nunca me dejó: fue fundamental, creo, para prepararme para una vida dedicada a la no violencia, una vida que explorara cómo podemos evitar los seres humanos convertirnos en nuestro enemigo.

¿Porqué importa algo de esto para el caso de Mitt Romney?

El asalto suyo en contra del joven John Lorber, cortándole el pelo con unas tijeras salvajes mientras un grupo de estudiantes inmovilizaban a su aullante víctima, es muy diferente de lo que yo sufrí y diferente también de lo que le infligí a aquel otro Johnny hace casi 60 años atrás. Se parece más bien al tipo de “lección” que los militares chilenos después del golpe de 1973 le imponían a los jóvenes que llevaban la melena larga. Me acuerdo haber visto a las patrullas trozando con bayonetas los pelos de cualquier joven que tenía el infortunio de parecerse a una mujer. Con mi propia mujer, Angélica, presenciamos cómo esos mismos soldados cercenaban los pantalones de chicas —otro modo de avisarles que en el Chile de Pinochet, las mujeres debían llevar faldas y no vestirse como hombres, tal como los hombres debían tener el pelo compuesto y ordenado y rapado para que nadie pensara que eran maricones—. Los sexos separados y distantes, nada de ambigüedad, nada de cruces híbridos o genéricos. Así que nada de extraño que Romney ejerciera el mismo tipo de adiestramiento en el arte de ser “hombre”, después de todo, es lo que promete hacer con Irán y cualquier otro pueblo díscolo, es lo que propone hacer con los norteamericanos pobres, recortarles toda ayuda. Ayer, el pelo de los gays. Mañana, los pelos del presupuesto.

Eso no es una novedad, así que no me perturba especialmente.

Lo que me perturba es otra cosa, algo más crucial.

A mí no se me ha olvidado lo que pasó sobre ese pavimento de la ciudad remota de Nueva York. Me vuelve a la memoria una y otra vez la cólera mía, el cuerpo de Johnny indefenso, la señora que me miró y me devolvió la razón, la certeza de que no se puede combatir a los matones transformándome en uno de ellos. Quisiera encontrar un día a Johnny para decírselo.

Romney dice no recordar el incidente.

Eso es lo más grave.

Es probable que de veras no lo recuerde.

Eso es lo más grave.

Ariel Dorfman es escritor chileno. Está por publicar el segundo volumen de sus memorias, Entre Sueños y Traidores: Un Striptease del exilio.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_