Siguiendo el Níger (II): No tan lejos
Autor invitado: Ginés Casanova Baixauli (*)
¿Qué es estar en medio de ninguna parte? ¿Estar solo en un lugar desconocido? ¿Sentir que se está lejos de casa?... Hace cuatro años, decidí coger mis ahorros y marcharme a África. Por mi trabajo, había tenido muchas y largas conversaciones con nigerianos, senegaleses, ghaneses y burkinabés sobre la vida en España y las diferencias con sus países. Pensé que sería interesante conocer de primera mano los lugares que mis amigos me habían descrito. El viaje tenía un destino difuso, África Occidental, así que el cauce del Níger (ver anterior entrada), que se extiende a lo largo de casi 4.200 kilómetros y atraviesa cinco países, me sirvió para establecer una ruta. Ignoraba todo lo que quedaba en el camino, por lo que tenía la sensación de dirigirme a lugares que quedan en medio de ninguna parte. El río no era más que una referencia que me daba algo de seguridad.
El Níger a su paso por Malí. Foto de Naoya en Kaba's Photo Page
Me puedo imaginar que ese europeo medio, digamos yo mismo, llega a Niamey. Uno puede decir fácilmente que no tiene palabras para describir esa ciudad, cosa que podría entenderse como una expresión de sorpresa, pero resulta que, efectivamente, las palabras que maneja son insuficientes: en la mayor parte de las calles (¿son calles?)no se diferencia ningún límite entre la calzada y la acera. Ni mucho menos todas las calles están asfaltadas y a veces la calle se ensancha hasta perder su forma (¿son plazas?). Entre los edificios más altos hay una distancia notable, y aparecen desordenados en un paisaje que solo se reconoce urbano por el ritmo de los taxis y la infinidad de pequeños comercios que los propietarios improvisan sobre un frigorífico abandonado, en el suelo mismo o –los más formales- en pequeñas casetas. Por todas partes uno encuentra la palabra “restaurante”, pero las más de las veces no se trata más que de un sombrajo junto a una señora y una olla, que ofrece además un pequeño banco y –de cuando en cuando- una mesa donde terminarse la tortilla, el plato de arroz o los buñuelos que la señora vende.
Calle de Naimey. Foto Wikipedia.
¿Está uno en medio de ninguna parte? Pasan los días y se empiezan a reconocer lugares y formas: la zona del mercado dibuja un triángulo, el río no está a las afueras de la ciudad, sino a la izquierda del centro, los puestos de madera no están dispersos de manera arbitraria, sino que se alinean a ambos lados de la calle; el descampado del gran edificio El Naser parece, repentinamente, un jardín… y una tarde, caminando hacia el Centro Cultural Franco-Nigerino, se da uno cuenta de que está en mitad de la calzada, que lo pueden atropellar, y que sí que existe (los ojos empiezan a mirar de otra manera) una zona segura para los peatones unos pasos más allá: algunos caminan apresurados, otros permanecen todo el día en una esquina o en un negocio. Entonces todas las dudas se disipan. Uno se dice: esto es una calle.
No es más que el primer chispazo en un big-bang de nombres propios que uno no deja de repetirse para luchar contra la desorientación constante, pero cada vez menor. Con el paso de los días, las personas que permanecen fijas en esquinas y casas de comida empiezan a saludar: tiene uno conocidos y empieza a dudar de si realmente se encuentra en medio de ninguna parte. Pero no todo dura para siempre y, después de todo, este europeo medio está en un viaje. Así que no hay manera de quedarse: una mañana, antes incluso de que salga el sol, abandona su hostal, se despide de los conocidos con los que tropieza por la calle y entra en la estación. A su llegada, se acercan corriendo varias personas que gritan nombres de pueblos vecinos. El viajero hace su papel e intenta imprimir seguridad en su respuesta cuando dice “voy a Dosso”, al tiempo que deja que uno de los muchachos, el que trabaja ese recorrido, le arrebate el equipaje y lo conduzca hasta la taquilla.
La pequeña Toyota sale disparada de la ciudad en pocos minutos. Va hasta arriba de equipaje y de pasajeros, pero eso no le resta agilidad: adelanta camiones, atropella burros y esquiva niños con la efectividad que se podría exigir a un pequeño utilitario. Primera impresión: casi no hay tráfico… y vuelve la pregunta: ¿estoy en medio de ninguna parte? El vacío de la sabana, expresado en la pequeñez de sus arbustos y en la escasez de árboles, pero sobre todo en su proximidad a las dunas y al tacto arenoso del suelo, deja paso a un paisaje más sombrío si cabe: un abrupto terruño más fértil que lo visto hasta ahora pero de igual sequedad, aparente más extenso y, en lo más difícil de asimilar, más poblado. Pasados 20 km desde el último poblado, se ve aparecer a un grupo de cabras con un hombre extremadamente delgado entre ellas, o alguien caminando por la carretera en la misma dirección que la Toyota. Pero, ¿a dónde van? ¡¿Y de dónde han salido?! La furgoneta deja, junto a la cuneta, pequeñas aldeas de unas pocas casas en las que el granero recuerda a una caracola de mar suspendida sobre las patitas de su huésped. Súbitamente, una charca: “¡aquí sí que hay algo!”, pero apenas un par de asnos disfrutan de este vergel. ¿Dónde están el cabrero y su rebaño, por qué no viene aquí? Llegamos a Dosso.
Calle de Dosso. Foto Pbase.com.
En Dosso, el hotel más caro está pegado a la gasolinera y huele tan mal o peor; el más barato es también el único bar del pueblo, que además sirve de prostíbulo, y donde no faltan cucarachas y enormes hormigas en las habitaciones. No hay calles –a ojos del viajero- y todos los comercios que, enfilados, insinúan un camino que se puede seguir, venden lo mismo. En el “Gran Complejo Artesanal” apenas una docena de personas se ocupa de algo. Hay un monumento, pero la inscripción se ha borrado. El sol arde como no lo ha hecho en los dos meses que ya dura el viaje. Nuestro europeo medio se sienta entonces en unas gradas que miran hacia la carretera en llamas, como a la espera de que pase, frente a este palco improvisado, una columna militar de gala. Mira el estado lamentable de las cosas a su alrededor y piensa que ha cumplido su misión: salir de las rutas principales, estar en medio de ninguna parte.
Pero por poco reconocible que sea el lugar al que uno llega, por lejos que quede de casa, por árido y desolador que parezca, no carecerá de lo que más se prodiga en la abundancia africana: gente con ganas de hablar. Y a la llegada de dos muchachas de unos 15 años sin nada que hacer a media tarde, escucha como éstas le piden matrimonio primero, unos francos después... Curiosean la pequeña mochila, tocan con curiosidad el pelo del viajero y, cuando la conversación empieza a aburrirles, se ponen a cantar. Y, como siempre en cualquier viaje que nos lleve lejos, al estar en compañía de aquellos que están en su propia casa, el viajero entiende que no está perdido en confín alguno del universo, sino que ocupa una plaza de privilegio en el centro de un mundo al que él no pertenece y al que, amablemente, se le invita a pasar.
(*) Ginés Casanova Baixauli (Sevilla, 1981) viajó en 2007 por varios países de África occidental, después de tener un intenso contacto con la comunidad africana de Sevilla en los años anteriores. La travesía, algo más de 7000 km., pasaba por Sierra Leona, Guinea Conakry, Malí, Níger y Nigeria, y encontró su mejor argumento en las peripecias de los exploradores y geógrafos que en el s. XIX arriesgaron (y perdieron) sus vidas en curso del río Níger.
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