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Tribuna
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¿Amnistía fiscal mediante decreto ley y sin control judicial?

Se ha cambiado el tratamiento del delito sin modificar el Código Penal con una Ley Orgánica

Desde la aprobación de la amnistía fiscal aplicable a la afloración de capitales ocultos han sido varios los comentarios publicados, especialmente en diarios económicos, en torno a las dudas que, desde el punto de vista técnico, platea la citada amnistía o regularización especial, como queramos llamarla. Lo que ha llamado mi atención es que entre esas dudas no se haga mención de lo que, a mi juicio, es el elemento más vidrioso de la norma: el que esta exoneración de responsabilidad penal se establezca mediante Decreto ley.

Ya sé que para los portavoces del Gobierno (nunca su presidente) no estamos ante una amnistía, sino ante una simple regularización de la situación tributaria. De manera que el perdón de la pena no se derivaría del Decreto ley, sino de la aplicación del Código Penal (CP) que contempla la exención de responsabilidad en delito fiscal para “quien regularice su situación tributaria”, antes de ser descubierto por la Inspección de Hacienda o por la Justicia. Es lo que se insinúa en la propia Exposición de Motivos del Decreto ley, que, al presentar la regularización dice: “siguiendo en esta línea la norma penal que admite la exoneración de responsabilidad penal por estas regularizaciones voluntarias…”.

Pues bien, admitamos el uso del término regularización, no vale la pena discutir sobre palabras. Pero se trata de una regularización muy diferente de la requerida para la aplicación de la excusa absolutoria del artículo 305.4 CP. Hasta ahora, quien hubiera cometido un delito fiscal pero aún no hubiera sido descubierto podía librarse de la pena (prisión de hasta 4 años y multa del séxtuplo de lo defraudado) presentando una declaración complementaria mediante la cual reconociera la deuda defraudada y la pagara con los recargos e intereses que contempla la norma tributaria, muy inferiores al de las sanciones administrativas, que también se perdonan. Ese era el tratamiento aplicable hasta el Decreto ley y el que sigue siendo aplicable a los que hayan cometido fraude en impuestos distintos del IRPF, Impuesto de Sociedades o Impuesto sobre la Renta de No Residentes. Por ejemplo, en IVA o en Impuesto de Sucesiones. Sin embargo, cuando el dinero negro aflorado proceda del fraude en los impuestos citados en primer lugar, al defraudador se le ofrece la oportunidad, hasta el 30 de noviembre, de “ponerse al día” con Hacienda pagando el 10% del capital que hasta ahora se ha mantenido oculto.

Ejemplo numérico al canto: supongamos un contribuyente que en su declaración del IRPF 2009 hubiera ocultado rentas por importe de 1 millón de euros. Con el Código Penal en la mano, hasta la entrada en vigor del Decreto ley esta persona podría quedar exenta de pena confesando su fraude pero pagando una cantidad en torno a 500.000 euros. Si fuera una persona jurídica, el coste de la complementaria en Impuesto de Sociedades estaría en torno a 360.000 euros. Pues bien, lo que el Decreto-ley ofrece a estos sujetos es el perdón a cambio del ingreso de 100.000 euros.

La exoneración de responsabilidad penal la estima la Administración, no la fiscalía

No cabe duda de que lo que aporta el Decreto ley no es un simple retoque fiscal, sino una modificación sustancial en el tratamiento del delito. Pero esto no puede hacerse sin modificar el Código Penal. Quiero decir, modificación expresa y siguiendo la tramitación que impone la Constitución: mediante Ley Orgánica.

Un lector versado en Derecho podría objetar que el delito fiscal es una “norma penal en blanco” y que el artículo 305.4 del Código habla de regularizar la situación tributaria, de manera que la norma sería aplicable con independencia del contenido de la regularización, que sería cuestión de la ley fiscal. Con todo respeto, considero que el argumento tiene muy corto recorrido. Pues el sentido de la excusa absolutoria del Código Penal, es el de favorecer la reparación espontánea del daño causado, procediendo al ingreso de lo defraudado antes de ser descubierto. Así lo ha dejado muy claro el Tribunal Supremo en diferentes Sentencias, en las que ha declarado que el fundamento de la excusa absolutoria es la reparación espontánea: “autodenuncia y reparación” es la fórmula que emplea el Supremo. Y ciertamente no cabe hablar de reparación del daño en quien ingresa una cantidad varias veces inferior al importe de lo defraudado (y después de ser invitado a ello por el Gobierno). Aún habría que decir que el Tribunal Constitucional ha sido extraordinariamente exigente en lo que se refiere a la reserva de ley orgánica para la regulación de la materia penal.

¿Qué diría el juez ante quien se plantee la cuestión? ¡Sorpresa!: ese extremo ya está previsto en el Decreto ley, que ha añadido una norma que, desde el punto de vista jurídico y dejando al margen consideraciones morales, es aún más escandalosa, que la de amnistía propiamente dicha. Pues lo que dice el Decreto ley es que la encargada de estimar la exoneración de responsabilidad penal, es la propia Administración, “sin pasar el tanto de culpa a la Autoridad judicial ni al Ministerio Fiscal”. Se trata de una norma de alcance general, de reforma de la Ley General Tributaria, pero que no se puede separar de la del perdón para el dinero negro. Así lo indica la citada Exposición de Motivos del Decreto ley, que, al hablar de cómo se articula la norma de exención penal, dice: “A tal efecto se introduce la correspondiente modificación en la Ley General Tributaria”.

Atención, pues estamos entrando en aguas peligrosas. Hay que tener en cuenta que la excusa absolutoria se basa en un comportamiento postconsumatorio, es decir, que presupone un delito fiscal ya consumado. Lo que se ordena va más allá de la confidencialidad de que han hablado los portavoces del Gobierno (nunca su presidente): el término que cabría aplicar aquí es el de omertà, pues de lo que se trata es de imponer en el ámbito de la Agencia Tributaria que se ignore el deber de denunciar el delito o, al menos, de plantear las dudas para que las resuelva quien tiene poder para ello: el juez penal. Y esta opacidad para la Justicia se va a intentar imponer nada menos que a los encargados de la lucha contra el fraude, a servidores públicos con una bien ganada reputación de excelencia profesional, según pueden acreditar quienes, como el autor de estas líneas, tienen ocasión de tratar con ellos en diferentes ámbitos, incluido el del desempeño diario.

Concluyo con un consejo al Gobierno: si no quieren ustedes tener problemas con su amnistía (incluido el cumplimiento de las previsiones de recaudación), presenten cuanto antes un proyecto de ley orgánica de reforma del Código Penal. Y supriman la impresentable pretensión de mantener al margen a la Fiscalía y a la autoridad judicial. Es cierto que no vamos sobrados de tiempo (¿de quién sería la feliz idea de dejarlo todo para después de las andaluzas?) y que, pasado un mes, aún no se ha aprobado la “letra pequeña” de la “declaración especial” (lo que evidencia que hay más dudas, resistencias, o lo que sea, de las que inicialmente se previeron). Pero tienen ustedes la ventaja de su mayoría absoluta, que les asegura pasar el trance con celeridad, como se ha visto con la Ley de Estabilidad o con la reforma laboral.

 El que avisa no es traidor.

Fernando Pérez Royo es catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de Sevilla

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