Un hombre
El FMI y las agencias de calificación, el control del déficit y las primas de riesgo tienen ya un cadáver encima de la mesa
En la situación que estamos viviendo, nada parecía tan triste como la inutilidad de los tecnócratas, la incapacidad de tanto presunto solucionador incapaz de hallar soluciones. Hasta que Dimitris Christoulas se pegó un tiro delante del Parlamento griego. La trágica dignidad de su acción ha puesto cada cosa en su sitio, y el destino de los seres humanos en un primer plano que llevaba mucho tiempo sepultado bajo toneladas de cifras y de cálculos.
Un hombre que subsistía gracias a la ayuda de sus hijos decidió que prefería morir a encontrarse rebuscando comida en la basura, y convirtió su muerte en un último, póstumo acto de resistencia contra un gobierno culpable de aniquilar la esperanza. Tenía 77 años. No era un antisistema, no era un vándalo irresponsable, no era un encapuchado provisto de un martillo y un cóctel Molotov. Ningún controlador de una cámara de vigilancia se habría alarmado ante su aspecto, porque el señor Christoulas sólo era un hombre, un padre de familia jubilado al que hacía ya demasiados meses que el Estado no le pagaba su pensión, un dinero que era suyo, que le pertenecía porque había invertido el esfuerzo de toda su vida en garantizarlo. La muerte que escogió representa, sin embargo, la agresión más brutal que ha soportado la política económica de la Unión desde que empezó la crisis.
El FMI y las agencias de calificación, el control del déficit y las primas de riesgo tienen ya un cadáver encima de la mesa. Como, por desgracia, la realidad no es una novela de Markaris, el muerto era inocente. Estoy segura de que no es el primero, pero nadie podrá camuflarlo en la estadística de las depresiones seniles. Él mismo se aseguró de eso y de precisar el significado de palabras como reformas, ajustes y austeridad. Si Europa se salva, algún día la plaza Sintagma llevará el nombre de Dimitris Christoulas.
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