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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Por qué Obama y Xi necesitan unas vacaciones en Australia

Si queremos evitar una guerra, la mayor rivalidad entre grandes potencias de este siglo exige un diálogo estratégico sincero.

Timothy Garton Ash
ENRIQUE FLORES

Los individuos hacen historia. Si el último líder de la Unión Soviética no hubiera sido un hombre llamado Mijail Gorbachov, el mundo sería distinto. Por tanto, el carácter y las opiniones de quien va a ser el próximo presidente de China, Xi Jinping, que se encuentra estos días de visita en Estados Unidos, son importantes. Después de varios años de no haber conseguido obtener una idea clara de cómo es el presidente Hu, ahora debemos prestar atención al hombre que, salvo que ocurra algún imprevisto, le sucederá.

El mejor resumen que he leído sobre este personaje figura en un libro de próxima publicación de Jonathan Fenby, titulado Tiger Head, Snake Tails [Cabeza de tigre, colas de serpiente], un título que se refiere a la China moderna, no al vicepresidente Xi. Como es de esperar, las pruebas son escasas y poco concluyentes. El hecho de que XI sufriera personalmente en la Revolución Cultural (“Me tragué mucha más amargura que la mayoría de la gente”), las simpatías de su padre por el comunismo reformista, su evidente pragmatismo y el descubrimiento de que tiene una hermana en Canadá, un hermano en Hong Kong y una hija que estudia con seudónimo en Harvard, son elementos que permiten pensar en alguien que quizá impulse reformas políticas esenciales en su país y esté preparado para comprender mejor a Occidente. El hecho de que haya ascendido hasta la cima a base de tener mucho cuidado de permanecer siempre en el bando ganador de todos los grandes grupos del aparato comunista, sus estrechos vínculos con el Ejército de Liberación Popular, su extraordinario estallido en México en 2009, cuando denunció a “algunos extranjeros aburridos, con los estómagos llenos, que no tienen nada mejor que hacer que señalarnos con el dedo”, son factores que indican la posibilidad de un viento más frío desde Oriente.

Cada frase y cada gesto que haga en su viaje por Estados Unidos serán objeto de estudio con un celo neokremlinológico, para identificarle como un gran reformista o un realista inflexible. O, cosa inevitable, tacharle de “enigmático”. Como ocurrió con Gorbachov, es posible que los líderes occidentales capten ahora atisbos de su personalidad, pero no sabremos de verdad cómo es hasta que esté firmemente colocado en la silla, lo cual significa 2013, como muy pronto.

A diferencia de lo que ha pasado durante el último medio siglo, ya no podemos recurrir a la hegemonía de Estados Unidos para mantener la paz

Los individuos hacen historia, pero no la hacen como les parece. Incluso cuando ya sea presidente, en la primavera de 2013, Xi tendrá que afrontar todo tipo de limitaciones. Da la impresión de que la China actual tiene una dirección del partido auténticamente colectiva, más de lo que la tenía la Unión Soviética. Hay enormes tensiones económicas y sociales que es preciso abordar, desde el problema de la deuda interna del país hasta la dificultad de superar un modelo de crecimiento excesivamente dependiente de las exportaciones, sin olvidarse de las divisiones entre el campo y la ciudad. Están los problemas no resueltos de Xinjiang y Tíbet, donde una monja de 18 años se suicidó hace poco prendiéndose fuego en un acto desesperado de protesta.

Está también, cada vez más, la voz de la opinión pública, que utiliza todo lo que tiene a su alcance, ya sean protestas callejeras o sitios de microblogs como Sina Weibo. Es una voz que, muchas veces, critica enérgicamente la corrupción y la mala gestión oficiales, pero que también puede ser muy nacionalista. Y la verdad es que nos encontramos ante todos los elementos de una clásica rivalidad entre grandes potencias, China y Estados Unidos, que tiene su expresión más directa en la acumulación de efectivos militares en la región del Pacífico. Pese a las obvias diferencias, la rivalidad de hace 100 años entre Gran Bretaña y Alemania por dominar los mares debería servir de lección sobre las cosas que conviene evitar.

En estas circunstancias, ¿cómo debería relacionarse Occidente con China y viceversa? A principios de este mes vi dos ejemplos prototípicos de cómo no actuar, y uno de cómo sí. En la Conferencia de Seguridad de Múnich, Zhang Zhijun, viceministro de Asuntos Exteriores de China, soltó varias frases acartonadas sobre el hecho de que “el pueblo de Asia” había escogido un camino distinto al de Occidente y Occidente debería dejar en paz a China para que haga las cosas a su manera. Ah, y, por cierto, no hay problemas de ningún tipo en el Mar del Sur de China, donde la navegación es libre para todos.

Sentado a su lado, el senador John McCain emprendió un ataque furibundo. Es preocupante, dijo, que un buque chino corte los cables de una nave vietnamita. Los vietnamitas tienen el recuerdo de 2.000 años de dominación china. La gente se prende fuego en el Tíbet. La Primavera Árabe representa unas aspiraciones universales y “la Primavera Árabe está llegando también a China”. Parte de mí vio aquello como un espectáculo grandioso, como cuando John Wayne, en la película Valor de ley, carga a caballo contra cuatro bandidos armados, él solo, con las riendas agarradas entre los dientes. Pero era demasiado evidente que el ataque de McCain, como el de Wayne, tenía como objetivo las cámaras y el público en casa.

Australia hará lo que pueda para conseguir el gran desafío estratégico de nuestra época: construir una nueva Pax Pacífica

Poco después presencié un raro ejemplo de cómo hacer bien las cosas. Kevin Rudd, ministro de Exteriores de Australia, que habla mandarín, pronunció unas breves y mordaces palabras. La gente en Europa no se ha dado aún cuenta del todo de lo que está sucediendo, dijo. China tendrá la mayor economía del mundo en esta década. Por primera vez en 200 años, la mayor economía del mundo no será una democracia; por primera vez en 500 años, no será un país occidental.

Además, según un análisis que Rudd calificó de “creíble”, el gasto militar total de China superará probablemente al de Estados Unidos hacia 2025. En una región, Asia, llena de todo tipo de escollos estratégicos: la península dividida de Corea, el disputado estrecho de Taiwán, el pulso permanente entre dos países con armas nucleares, India y Pakistán. A diferencia de lo que ha pasado durante el último medio siglo, ya no podemos recurrir a la hegemonía de Estados Unidos para mantener la paz. Por consiguiente, el gran desafío estratégico de nuestra época es construir una nueva Pax Pacífica. Australia, “un país occidental en Asia”, hará lo que pueda.

En respuesta al intercambio de críticas entre Zhang y McCain, Rudd recordó con calma el inmenso aumento de las libertades individuales y la prosperidad en China durante los últimos 30 años y el camino que aún queda por recorrer antes de que se pueda decir que China es un Estado de derecho bien gobernado. Rechazó de forma implícita tanto la postura de McCain como la de Zhang y dijo que “debemos construir, juntos, unos valores mundiales”.

Creo que tiene toda la razón. Estados Unidos y China deben estar dispuestos a conversar sobre los términos del orden internacional en el siglo XXI. Cada país debe ser fiel a sus propios valores, pero también trabajar para descubrir dónde tienen puntos en común y dónde es posible lograr ajustes, compromisos o, simplemente, ponerse de acuerdo en que no están de acuerdo. Es posible que no salga bien, pero sería una locura y un crimen no intentarlo. Por consiguiente, Xi y el presidente Barack Obama deberían empezar a planear un retiro conjunto este verano en la costa de Australia, con Rudd como guía y con una excursión para ir a bucear a la Gran Barrera de Coral. Esperar que se hagan amigos y compartan una cerveza australiana quizá sea demasiado, pero es fundamental que inicien un diálogo estratégico lleno de franqueza sobre los valores mundiales y las bases del orden internacional.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.

 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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