Un año de piojos

¿Dos post sobre piojos en menos de un año son muchos? Yo qué sé. Pero seguro que mucho menos que la cantidad de asquerosos bichos que hemos sacado de la cabeza de la de cuatro años en los últimos meses. Medio de coña, medio en serio, en noviembre pasado salí del armario para confesar que en casa había piojos. Que llevábamos con infestaciones sucesivas desde verano. Que lo había probado todo. Que ponía la casa patas arriba y lavaba hasta las fundas del sofá cada vez que veía una liendre. Que me debatía entre arrancarle la cabeza a la pobre criatura o empadronar a la parentela que campa por su pelo. Pues seguimos igual. La única razón por la que no les he empadronado y he solicitado el carné de familia numerosa es porque su presencia no es constante: oscila entre uno y veinte huevos. A la que te descuidas (más de 48 horas) se convierten en piojos.

He entrado en la fase de resignación. Ya paso de productos y mejunjes caseros. He probado todo lo que hay en el mercado y las recomendaciones de los 71 comentarios del post del año pasado. Gracias, en serio, pero me quedo con el vinagre de 40 céntimos la botella y peine. Día sí. Día no. La pobre niña se sabe cuando toca peine igual que recuerda cuando toca piscina, danza o que la recoja la abuela. Pasar la lendrera se ha convertido en algo tan cotidiano que ni siquiera llora. Al comienzo era un drama. Ahora, regada en vinagre, se mueve menos que una hoja de lechuga. Ni se inmuta. Soporta la sesión de peine metálico mirando un cuento, se levanta, se asoma al barreño con agua recién hervida, y pregunta: “¿Hoy qué?”. Con cuatro años y medio se desvive por tener el pelo largo. Pero de la melenita años 20 no pasa: en la pelu todavía cuela lo de que le corten “con las tijeras de cortar largo”.  

Después de un año de convivencia, entiendo a los conocidos con hijos mayores que ni pestañearon cuando el año pasado les conté lo de los piojos. Me moría de vergüenza. Ellos respondían: “ya, lo de los piojos es un rollazo”. Ahora comprendo por qué en casa de una amiga, en el baño de su hijo adolescente, hay una lendrera. Deduzco que si la melena de anuncio de las hijas de una vecina huele a vinagre no es que su madre se lo aliñe para que brille más. Me descojono con la mujer de mi primo mayor, peluquera con dos hijas preadolescentes de melenaza, que recomienda: “Vinagre, nena, lo que yo te diga”. “Y a rezar”, apostilla: “Las melenas pobres no les gustan, pero en pelazos como el de la tuya viven como pez en el agua”. De hecho, es verdad que todo el mundo que conozco y que convive con este apartado del reino animal tiene un cuero cabelludo generoso. De ahí que ni yo, ni el padre, ni la de año y medio hayamos caído (una vez a saco el año pasado, pero no han vuelto: toco madera).

En serio que, a la que pillas, lo de los piojos es un drama. El país está tan mal que, aunque fuera un tema de interés, estaría en la cola de prioridades detrás del paro, los desahucios, los recortes de servicios públicos, el pésimo inglés de la población o la obesidad infantil. Pero igual alguien debería plantearse hacer algo. Señores Rubalcaba y Rajoy, incluyan medidas para acabar con los piojos en su programa electoral, ya verán, les cunde seguro. Cómo estará el tema, que este curso los piojos tienen un capítulo en el dossier que cada año nos entrega la escuela en septiembre.

Tengo por delante 12 meses (182,5 pasadas de peine) para seguir haciendo ricos a los fabricantes de lendreras y pensar el título del post del año que viene.