Estalla la Euroguerra Fría
La incapacidad para resolver la crisis del euro divide la unión en dos bloques
Europa es la primera potencia económica del mundo. El segundo bloque comercial del planeta. El primer donante de ayuda humanitaria. Un gigante en lo militar. Su déficit público agregado será del 3% del PIB este año. Su modelo de economía social de mercado, el Estado del Bienestar, ha sido un faro resplandeciente durante décadas. Mantiene un enorme poderío cultural y algunos de los grandes centros financieros internacionales, es la cuna de la democracia y un remanso de paz —salvo las guerras en los Balcanes— desde hace 60 años. Todo eso no impide que sus problemas sean variados, agudos y profundos, y que en estos momentos coprotagonice, junto a EE UU, un declive imparable frente al auge de Asia, de los vientos fuertes del Pacífico.
La crisis del euro supone ya un lustro perdido, que pronto será una década —por lo menos— si el continente no resuelve sus múltiples aprietos. Uno: su poder se encuentra completamente fragmentado, y por lo tanto es ineficaz tanto en la política exterior como en la economía, en especial en el plano fiscal. Dos: el desencanto funciona como una losa que está sólidamente incrustada entre la ciudadanía, el demos europeo, y va a costar mucho deshacerse de ella. Y sobre todo, tres: la UE es un proyecto inacabado; a pesar de su metamorfosis, la esencia de la Unión no ha dejado de ser lo que hasta hace 20 años predicaba su propio nombre, una comunidad económica, y punto. Las piezas que faltan son las que se necesitarían para atacar la enésima fase de esta crisis mutante. Son eminentemente políticas. Y el fiasco del liderazgo, si persiste, conduce al riesgo de una Euroguerra Fría en el continente, que ha desempolvado el lenguaje del enfrentamiento ideológico, de dos bloques con dos retóricas aparentemente irreconciliables como hace 30 o 40 años (salvando las distancias).
La prueba más tangible de ese riesgo es Grecia, origen y destino de una crisis vírica, que ha sido financiera y económica, social y fiscal, que ahora es sobre todo una crisis política —todas las grandes crisis económicas acaban travestidas en crisis políticas— y que, por toda su relación con los mercados, tiene ribetes de lo que el exprimer ministro británico Gordon Brown denomina “bancarrota moral”. Grecia es un polvorín: los partidos griegos fueron incapaces de formar Gobierno tras las elecciones de hace unas semanas y han pospuesto un mes la agonía. Algunos de los principales líderes griegos amenazan con incumplir los acuerdos con Europa, que a cambio de las ayudas ha exigido ajustes de una dureza extrema, que han desembocado en una larga y dolorosa recesión. La Unión se niega a renegociar esos pactos y amenaza con retirar la respiración asistida a Atenas. En fin, amenazas cruzadas y posiciones congeladas, estilo Guerra Fría, que funcionan como gasolina para los análisis cada vez más numerosos que apuestan por una fractura del euro de consecuencias potencialmente devastadoras. “Las dos partes, tanto Atenas como Europa, tienen la bomba nuclear; si Grecia sale del euro provocará un cataclismo; si Europa le niega los fondos, el caos está asegurado”, ha asegurado esta semana Alexis Tspiras, el líder del partido griego de izquierda radical que encabeza las encuestas para las elecciones de junio, cruciales para el proyecto europeo.
Se impondrá el pragmatismo
Nicolas Sarkozy y Angela Merkel gustaban de hacer en Bruselas ostentación de su entendimiento, no ya solo entrando juntos a la sala de reuniones del Consejo Europeo, sino compareciendo al unísono ante la prensa cuando querían enfatizar alguna cuestión. Y siempre preparaban antes el frente unido que iban a presentara a los otros 25.
Era Merkozy. De ahí lo llamativo de que el nuevo presidente francés, François Hollande, dejara bien patente en la cumbre del miércoles sus diferencias con Merkel, adelantadas, por lo demás, en su primera visita presidencial a Berlín y puestas teatralmente de manifiesto con su llegada a Bruselas junto a Mariano Rajoy y su entrada en el Consejo al lado de Mario Monti, el primer ministro italiano.
“Merkozy se ha acabado y, francamente, ha habido un alivio general”, certifica uno de los asistentes al Consejo. “Todo el mundo habló, lo que antes no siempre se podía dar por hecho”. Fuera, pues, drama, malos modos y lágrimas como las que Sarkozy hizo verter el pasado octubre, según testigos, a la entonces primera ministra eslovaca, Iveta Radicôvá.
La pequeña Eslovaquia es, precisamente, uno de los países ahora alineados con Alemania frente a Hollande en el contencioso de los eurobonos. No son muchos y cada ves son menos, según los especialistas, pero países virtuosos en el uso de las cuentas públicas como la propia Eslovaquia, Holanda y Finlandia secundan firmemente a la canciller alemana en su no a los eurobonos. Alguno, como dijo Hollande, con más fervor rigorista que la misma Merkel: “Son ciudadanos de países del norte que no quieren dar más”.
Hollande señaló cómo en la discusión entre los líderes europeos se había abierto todo el abanico de posibilidades, desde los que no aceptan ninguna de las ideas para salir del estancamiento económico y laboral hasta los que consideran que todas son necesarias y buenas, con distintas variaciones entre medias.
El choque más visible gira en torno a los eurobonos, la idea fuerza de Hollande apoyada por Monti: “Italia está muy a favor de ellos cuando llegue el momento, que no tardará mucho”. La Comisión Europea también está en ello, aunque a plazo indeterminado.
“Se llegará a un acuerdo. Llevamos 60 años haciéndolo”, vaticina una fuente comunitaria implantada a fondo en el sistema. Los analistas están de acuerdo. “No creo que lleguen a formarse dos frentes, ni que haya choque”, adelanta Janis Emmanouilidis, politólogo del European Policy Centre, un gabinete de estudios con sede en Bruselas. “Se impondrá el pragmatismo. De aquí al Consejo decisorio de finales de junio queda tiempo suficiente para pactar un paquete en el que irán de la mano recortes de gastos y apoyos económicos y financieros. Habrá algún tipo de colateralización de deuda, que se podrá presentar como una especie de eurobonos, y Francia dirá que se va por el buen camino”. Emmanouilidis apunta que la recalcitrante Holanda ya habla de esta posible salida del embrollo: “No se trata de abandonar la posición, sino de dar más tiempo a los países para reformarse”, porque Alemania se está planteando los costes para ella misma de la rigidez impuesta a otros, dice.
Este analista descarta que el desacuerdo franco-germano vaya a producir una parálisis en al Unión Europea. “La presión es demasiado alta, y la incertidumbre del momento, alta. Hace falta una respuesta”, señala. Con él concuerda Charles de Marcilly, responsable de la Fundación Robert Schuman en Bruselas. “Alemania y Francia tienen que entenderse, aunque tengan visiones políticas y económicas diferentes”, apunta De Marcilly. “Saben que no se pueden permitir la parálisis y que hay que ser pragmáticos”.
Una alta fuente europea define la posición comunitaria, amenazante con Grecia: “Hay que respetar la decisión de la democracia griega, hay que respetar a una ciudadanía que ha hecho enormes sacrificios. Pero hay que respetar también a las otras 16 democracias del euro, y a los contribuyentes europeos, que han proporcionado ya 150.000 millones en ayudas a Grecia y suscribieron un acuerdo a cambio de esa solidaridad. La salida de Grecia provocaría el caos: por eso son absurdas esas informaciones que hablan de planes de contingencia, de planes B por si Grecia abandona el euro. Hay que confiar en que eso no ocurra, pero la decisión está en manos de los votantes griegos”.
Europa se ha enrocado en ese discurso que toma como rehenes a los votantes griegos. La cumbre de esta semana ha profundizado en este análisis. No hay nada para Grecia. Potenciales palos. Solo habrá zanahoria si cumple: la UE flexibilizará los plazos de rebaja del déficit y llevará dinero a través del Banco Europeo de Inversiones y de los fondos estructurales para estimular la maltrecha economía helénica. En caso contrario, si de las urnas sale un Gobierno que desobedece a Europa, kaput. A pesar de las consecuencias potencialmente desastrosas.
Jacques Delpla, del Consejo de Análisis Económico de París, ha formulado esta semana el vaticinio más extremo relacionado con una salida del euro de Grecia, más allá incluso de los inmensos costes económicos que provocaría: “Habría una guerra civil, una completa fractura en la sociedad y en la economía. El dracma no se devaluaría un 50%, sino un 90%. Desestabilizaría los Balcanes y crearía una especie de Somalia en medio de Europa”. Goldman Sachs, en un análisis más desapasionado, advierte de que la salida del euro “sería cualquier cosa menos fácil, de consecuencias imprevisibles”. Frente a ese peligro, Europa no mueve un solo párpado: “La UE quiere a Grecia en la zona euro mientras respete sus compromisos. Esperamos que tras las elecciones el nuevo Gobierno tome ese camino”, según el frío comunicado que parieron los Veintisiete en la cumbre informal del pasado miércoles.
Grecia es el paradigma de la crisis europea, incluso en el capítulo actual de la interminable serie. Alemania, Finlandia, Austria y, en menor medida, Holanda —los países ricos, los que se consideran pagadores de la crisis, a pesar de que todos los países del euro pagan por igual los rescates en función de su peso económico— insisten en que Grecia cumpla, en que honre sus compromisos. Un bloque menos severo, algo más indulgente, se ha rearmado alrededor de François Hollande, el nuevo presidente francés, del que cada vez están más cerca José Manuel Barroso y Herman Van Rompuy, presidentes de la Comisión y del Consejo Europeo, y al que se aproximan gradualmente el italiano Mario Monti e incluso Mariano Rajoy, hasta esta misma semana un fiel aliado de Merkel. Pero Grecia es paradigmática, porque esos mismos bloques se están formando en otras áreas: a un lado, el rigor y los ajustes de raíz alemana; al otro, los nuevos vientos que trae Hollande y esa voluntad de rimar austeridad con crecimiento. “La austeridad está consagrada en los tratados, con cifras, metas y líneas rojas que pueden hacerse respetar incluso en los tribunales; el crecimiento, por ahora, es nada más que palabras: no hay una sola cifra, no se ha añadido un apéndice al Pacto Fiscal. No hay más remedio que lidiar con la sospecha de que ese impulso durará lo que dure la campaña electoral francesa, hasta que Hollande tenga que ponerse a ajustar sus cuentas públicas para que los mercados no tumben a Francia”, vaticinan fuentes diplomáticas.
En las urgencias a corto plazo se ven esos las diferencias entre esos dos bloques, a veces con claridad y a veces algo más difuminadas. España y Francia quieren que el Banco Central Europeo (BCE) actúe por la vía urgente para suavizar la presión en el mercado de deuda; Alemania y sus satélites se niegan. Hollande y Monti quieren utilizar los llamados Project Bonds y el BEI como palanca para atraer inversión privada y estimular las economías con más problemas: Alemania ha transigido en ese punto, pero insiste en que se trata solo de proyectos piloto y que hay que discutir easa propuestas y evitar comprometer grandes sumas de dinero público. La Comisión, Francia y España apuestan por flexibilizar también las metas de déficit para dar un respiro a los países en recesión. Alemania no ha abierto la boca aún en ese aspecto.
Pero las diferencias son más apreciables cuando Europa pone las luces largas y trata de solucionar las grietas del edificio institucional europeo. Van Rompuy quiere poner en marcha una especie de comité Delors, un grupo de sabios que estudien opciones para ir más lejos en el proyecto europeo: un ministro de Finanzas continental, un Tesoro común, eurobonos, unión bancaria con mecanismos de resolución y una garantía de depósitos común, auténticos mecanismos de solidaridad. Palabras mayores: un superestado europeo, unos Estados Unidos de Europa. Ahí las diferencias no son de matiz: en algunos casos, como en la mutualización de la deuda pública, son abismales.
“La Europa del euro se construyó inicialmente como un poder débil al que le faltaban parte de las herramientas de prevención de las crisis y todas las de su gestión. Las decisiones tomadas en los últimos dos años y medio corrigen parcialmente esas carencias”, indica Jean Pisani-Ferry, director del laboratorio de ideas Bruegel. “Pero en realidad lo único que ha hecho el débil liderazgo político europeo es retocar el edificio: el euro seguirá en peligro mientras los fallos en su estructura no se subsanen”, añade en su libro El despertar de los demonios. Para eso hace falta una integración económica más avanzada, que evite la repetición de los fenómenos de divergencia (crecimiento en el Norte, falta de competitividad sureña). Se requiere una unión presupuestaria sobre la base de los principios de solidaridad y responsabilidad. Y se necesita una unión política para que la integración no sea una tutela de una euroburocracia ilustrada.
Alemania se toma muy en serio la cuestión europea y ha debatido todo eso a fondo: se caricaturiza a Berlín por sus reticencias a la solidaridad, por poner palos en las ruedas de las soluciones a fuerza de prudencia, de vacilaciones y de errores de bulto en algunas fases de la gestión de la crisis. Pero el hecho es que Berlín, por ahora, se niega a casi todo. Y que sus soluciones no acaban de funcionar. La alternativa es Francia. “Hollande llega con una nueva ambición, pero es lógico que Alemania imponga sus normas cuando se habla de unión fiscal: al fin y al cabo tiene el mando, tiene el dinero y tiene la impresión de haber sido engañada por sus socios. Goza de un estatus de país refugio y se va a mostrar intratable con las contrapartidas”, explica Alfredo Pastor, del IESE.
Alemania, cada vez más aislada y liderando un bloque cada vez menos numeroso por los estragos que causa la crisis, contra una Francia renovada que va ganando apoyos, a veces inesperados como en el caso de España esta semana. Ese es el estado de la cuestión. El mundo entero espera el deshielo de esa Guerra Fría con una respuesta europea a la altura del envite. Un euro incompleto y renqueante que degenere en una ruptura por arriba (Alemania y el club de la Triple A) o por abajo (Grecia y la periferia), o aquel sueño de Delors de crear “una auténtica federación de Estados nación”. “La UE es irreversible, siquiera porque los costes de deshacerla serían inasumibles. Pero los socios de la eurozona están completamente paralizados a la hora de dar el salto definitivo hacia una unión plena”, escribe José Ignacio Torreblanca (La fragmentación del poder europeo). La crisis obliga a actuar: al final es el dinero quien acaba imponiendo su voluntad. Paradójicamente, lo que los mercados exigen hoy más que nunca es claridad política acerca de un par de preguntas: ¿Qué quieren hacer los europeos con el euro? ¿Quieren hacerlo juntos?
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