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Reportaje:OPINIÓN

A la señora Le Pen no le gusta Francia

Los excesos de la candidata del Frente Nacional, con su afición a las invectivas, humor cuartelero y rancias polémicas, no auguran nada bueno para la campaña presidencial que comienza en el país vecino

Tendremos ocasión de volver, por desgracia, sobre el caso del Frente Nacional y la fascinación que parece estar ejerciendo otra vez, tanto a derecha como a izquierda, en el mundo obrero y en el electorado conservador. Por ahora -reservándome el derecho de hacer un análisis más detallado, pero sin esperar al desenlace del falso suspense habitual sobre la cuestión de las 500 firmas que la señora Le Pen se esforzará en reunir y que anunciará, llegado el momento, como una primera y heroica victoria sobre el "aparato de la UMPS"

[alusión conjunta al partido de Sarkozy y al socialista] que intenta amordazarla- voy a recordar una serie de hechos por desgracia indiscutibles.

Es cierto, desde luego, que la señora Le Pen despliega una inmensa energía para intentar desdemonizar a su partido y hacernos creer que ha cambiado.

Pese a la energía que despliega para desdemonizar a su partido, Marine Le Pen sigue como su padre
Pone en la picota todo lo que los dirigentes de Francia han hecho de razonable e incluso, a veces, de magnífico

Pero también es cierto que ese "cambio" no la ha empujado todavía a desautorizar con claridad, sin reservas ni matices, las provocaciones antisemitas (los juegos de palabras sobre Michel Durafour y los crematorios, las cámaras de gas, los detalles sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial) que tanto gustaban a su padre.

Ese "cambio" no le arrancó el año pasado, en el congreso de su proclamación, ninguna palabra ni ningún gesto de protesta cuando el presidente saliente del partido dijo, a propósito de un periodista al que estaban acosando sus guardaespaldas, que el hecho de que fuera judío "no era visible en su carnet ni, si me atrevo a decirlo, en su nariz".

No le ha llevado a impedir que se descubra con frecuencia -cuando llaman demasiado la atención, se les aparta o se les suspende provisionalmente- a responsables regionales más que diabólicos, como Yvan Benedetti, de quien una página web reveló, el año pasado, que presumía de ser "antisemita, antisionista y antijudío", o como Alexandre Gabriac, que tiene fotografías suyas haciendo el saludo nazi delante de una bandera hitleriana.

Este cambio no ha impedido a la señora Le Pen confiar una parte de la comunicación del "nuevo" partido a un expresidente del Grupo Unión Defensa (GUD) que abarca, por así decir, todo el espectro de la infamia: admirador de Mussolini, ferviente partidario del Hezbolá libanés, admirador de Bachar el Asad, al que no dudó en escribir a finales de marzo de 2011, cuando comenzaban las matanzas masivas que el mundo entero ha condenado: "El sueño del lobby sionista (a cuyas órdenes trabaja la prensa francesa) es desestabilizar su magnífico país; todos los que participan directa o indirectamente en estas manifestaciones se convierten en cómplices de ese lobby" (Abel Mestre y Caroline Monnot, Le Monde, 6 de septiembre de 2011).

Este cambio no le ha impedido tampoco, exactamente en la línea de su padre cuando alababa a Sadam Husein y oponía, en la Argelia de los años noventa, la "chilaba nacionalista" de los degolladores del GIA al "vaquero cosmopolita" de los hombres y mujeres militantes por los derechos humanos que no se merecían lo que les estaba pasando cuando veían cortar en rodajas a sus bebés, no le ha impedido, digo, ser una de las que siguió sosteniendo hasta el final, hasta pocas horas antes de su caída, la dictadura de Gadafi.

El reciclado de antiguos megretistas y otros ideólogos de un GRECO que fue, en los años ochenta, el laboratorio intelectual de un neorracismo diferencialista y de pretensiones científicas es otro elemento que no habla precisamente de cambio.

Como tampoco los patinazos de la señora Le Pen cuando dice que el origen extranjero de la candidata ecologista es un obstáculo para su candidatura. O cuando, en un comunicado de prensa titulado Para los apátridas, Francia debe ser compatible con la sharía, critica los oscuros tejemanejes de un G-20 que apoya "la instauración de la sharía en nuestra nación, poblada por franceses irreductibles que se niegan a someterse a las corrientes globalizadoras". O cuando recurre a las palabras de uno de los padres fundadores del nazismo francófono, Léon Degrelle, para insultar a "Lagarde, esa americana con pasaporte francés" que cede "ante las presiones de los bangsters anglosajones".

Y no digo nada del tono de odio, insultante, a veces extrañamente grosero, que utiliza al reírse de los "colaboradores designados" y otros "dobles agentes" de lo que llama "la casta" y que le arranca frases dignas de la retórica de la extrema derecha en los años treinta.

El estilo es la persona.

La retórica es la esencia, a veces la última palabra, de la política.

Y lo que se ve en los excesos de la señora Le Pen, con su afición a las invectivas, su humor cuartelero y sus rancias polémicas con Soral y Dieudonné, no augura nada bueno para la campaña que comienza.

En cuanto a su programa, en cuanto a su forma de poner en la picota, por principio, todo lo que los dirigentes de nuestro país -ya sean de derecha o de izquierda- han podido hacer de razonable e incluso, a veces, magnífico, podemos elegir entre atribuirlo a la voluntad demagógica de agitar el descontento y la desesperación, el radicalismo que siempre ha caracterizado en Europa a la derecha llamada revolucionaria o antisistema, o un odio sordo y misterioso -que un día habrá que estudiar para descubrir sus síntomas y sus motivos- hacia el país cuya pereza perdida presume de defender.

A la señora Le Pen no le gusta Francia. -

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

La líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, en un mitin político en la ciudad francesa de Saint-Denis, el pasado  enero.
La líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, en un mitin político en la ciudad francesa de Saint-Denis, el pasado enero.FOTO: J. SAGET / AFP

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