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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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El espectador, el artista y la obra de arte

Estrella de Diego

Hace pocas semanas, Roberta Bosco comentaba en este diario que había aparecido en la Red un videojuego donde el artista neozelandés afincado en Copenhague Pippin Barr reproducía el que fuera uno de los grandes acontecimientos de la temporada de 2010, The artist is present, la performance que Marina Abramovic pusiera en escena en el MOMA neoyorquino. En ella, Abramovic permanecía horas sentada mientras por la otra silla, situada enfrente, los espectadores iban pasando y se daban de bruces con su inmovilidad. Muchos hicieron largas colas para ver lo que la artista serbia ofrecía: silencio. Era una experiencia que dejaba claro lo irrepetible de ciertas formas artísticas: si no estás "aquí ahora", no llegarás a conocer la obra porque esta requiere la presencia física del espectador "allí entonces" -las performances de Abramovic "reconstruidas" en el MOMA por "actores" habían perdido la combatividad primigenia.

La propuesta de Barr, poco ortodoxa para los videojuegos... y el arte, dura más de cinco horas, en las cuales se reproduce la espera y la frustración y que hay que jugar con el horario de Nueva York o, lo que es lo mismo, en tiempo real respecto a la obra de 2010. La pregunta surge inmediata: si es complicado repetir una performance, ¿es una experiencia virtual la solución al problema? ¿Se puede vivir en la Red lo que no se podrá volver a vivir en primera persona? Pues aunque se repitiera de nuevo la experiencia en otro lugar, ¿tendría esa idéntica fuerza incluso si fuera la propia Abramovic quien ejerciera de actriz principal? Se trata de preguntas difíciles de responder, aunque ver a la artista en directo es siempre un acontecimiento haya o no perdido fuerza o sorpresa si es una performance conocida. En este punto radica la diferencia entre una representación teatral y una performance: si bien en ambos casos no puedan existir "dos iguales", en las segundas la participación de los espectadores exaspera el elemento azar.

Bueno, traigo excelentes noticias. Estamos de suerte porque el próximo abril tendremos ocasión de ver a Abramovic en Vida y muerte de Marina Abramovic, que se representará en el Teatro Real de Madrid bajo los auspicios del genial Gerard Mortier, quien después de haber sacudido el polvo a los aficionados de Salzburgo está revolucionando la hasta ahora rancia temporada operística de la ciudad. Vida y muerte de Marina Abramovic es obra de la propia artista y del gran Robert Wilson, escenógrafo y diseñador, y se estrenó en Manchester el verano pasado. Es impresionante tanto por la puesta en escena -Wilson es siempre garantía- como por los actores -Antony y Willem Dafoe, el narrador, y la propia Abramovic, quien aparece en escena con su fuerza sobrenatural única, si bien convertida, a través del maquillaje que jamás usa, en uno de los personajes incandescentes de Wilson, casi actores del teatro Noh japonés. Todo es radical en la propuesta: desde el modo en que Abramovic decide desvelar los horrores de su vida, hasta la manera en la cual Robert Wilson los representa con sus escenografías elegantes, escasas en elementos, construidas con luz, eficaces, que tuvimos ocasión de saborear en el propio Teatro Real con Pelleas y Melisande de Debussy sobre el texto de Maeterlinck: un prodigio de interpretación escénica. Me atrevería a decir que nunca nadie ha representado de una forma tan magistral el aislamiento que describe el escritor belga en la obra como Wilson en esta ocasión: era pura visualización del deseo, con ese terror a rozarse en la Tierra de las Sombras donde la acción se desarrolla. Soberbio. Así que cuento los días para volver a ver a Wilson y Abramovic en Madrid, y si no quieren perderse un acontecimiento, deberían hacer lo mismo.

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