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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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Hirst y Koons repartiéndose el mercado del arte

Hace semanas la noticia saltaba a la prensa y, teniendo en cuenta la envergadura del hecho, pasaba incluso desapercibida, imagino que porque los detractores del arte contemporáneo esperaban que algo así acabaría ocurriendo: "Con tanto cachivache no se sabe qué es arte y qué restos del embalaje". La noticia era digna del Museo Coconut, un must televisivo para los amantes del arte actual, humor de gentes que conocen la escena artística desde dentro. En Dormunt una señora de la limpieza, cargada de buena voluntad y exceso de celo, refrotaba una obra de Martin Kippenberger hasta dejarla impoluta... y destrozada. Menudo disgusto. Si mal no recuerdo no era la primera vez que algo semejante ocurría: Beuys había sido víctima de un arrobo higiénico similar -y no me extraña con toda esa grasa viejuna.

Daba un poco de vértigo escuchar el incidente y desde aquí reflexionábamos: "Menos mal que no nos ha pasado a nosotros". El director, pobre, se esforzaba en decir que las instrucciones a las encargadas de la limpieza eran muy precisas, no tocar nunca las obras de arte, pero es complicado que el público no especialista distinga una obra de arte de los restos de embalaje -y no lo digo por este artista concreto, que no se pongan a elucubrar los malpensados. La cosa es que, ya lo decía Lucy Lippard hace décadas, el arte moderno se separa cada vez más de su público y acaba uno limpiando lo que no debe... o tratando con esmero lo que es basura. Lo contaban las malas lenguas de una persona responsable en un conocido museo español: dejaron unas maderas y cables tirados y advirtieron luego que los de los transportes habían olvidado una pieza en la sala. Parece que la broma coló.

Sean verdad o mentira estos chascarrillos, lo esencial de la historia no reside en la ignorancia de los implicados, sino en la ambigüedad misma del arte producido ahora, sometido a un más difícil todavía que propicia cosas raras, raras, raras -los precios de Hisrt son tan delirantes como la limpieza a fondo del Kippenberger, si se me permite la comparación. No es sólo la espiral sin sentido, sino los cambios inesperados. Tacita Dean, por ejemplo, está a punto de quedarse sin material para hacer sus obras, cine analógico, por eso miramos Film, en la sala de Turbinas de la Tate, como quien contempla cierta belleza a punto de extinguirse. En otro orden de cosas, la estricta -y a menudo absurda- ley de derechos de reproducción va a llevarnos a un mundo sin imágenes -legales-, como reflexiona Rogelio López Cuenca en su estupenda exposición de la Galería Juana de Aizpuru, mientras se abre camino el coleccionismo digital. Contradicciones de la escena artística.

Por eso me ha divertido tanto el último libro de Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, una burla inteligente y aguda hacia ese mundo del arte contemporáneo que tiene muchas zonas oscuras, ya se sabe. La historia es la de un artista que deja la foto por la pintura -el autor de un cuadro que no logra acabar, Hirst y Koons repartiéndose el mercado del arte- y además de ser una novela redonda -con un giro insospechado hacia la mitad del libro que no les adelanto para que degusten la sorpresa- es una reconstrucción irónica de ese mundo del arte que el autor, convertido en la ficción en "novelista-que-escribe-texto-a-artista", tan de moda, demuestra conocer muy bien por dentro. Un libro magnífico, otro acierto de Anagrama, que arrancará una sonrisa a los que se muevan por este mundo del arte actual. Y hace reflexionar, colectivamente, sobre lo a menudo caprichoso de nuestro negociado.

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