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La obsesión de los narradores por contarse a sí mismos

John William DeForest fue un escritor realista, autor de numerosos artículos, medio centenar de relatos y una novela sobre la guerra civil estadounidense. Hoy nadie recuerda su nombre ni sus escritos, ni siquiera que fue él el autor de un ensayo publicado en 1898 cuyo título (La gran novela americana) y la tesis en él defendida (que la obligación de todo novelista nacido en su país es dar cuenta de la realidad social estadounidense en toda su complejidad) estaban destinados a convertirse en una maldición de la que ningún compañero de oficio nacido después ha podido librarse. Hay dos grandes novelas anteriores a la formulación de DeForest: La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne, y Moby-Dick (1851), de Herman Melville. Estas dos obras junto con Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) son las grandes novelas americanas del siglo XIX.

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Franzen se asoma al canon de la gran novela americana

En la primera mitad del siglo XX, el canon de la gran novela americana incluye a Scott Fitzgerald, con su radiografía de la era del jazz, y el legado mítico e inmenso de William Faulkner, a los que cabe agregar el conmovedor retrato de la inmigración que es Llámalo sueño (1935), de Henry Roth, la trilogía USA (1938), de John Dos Passos, y Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck. Por lo que se refiere la segunda mitad de la centuria, y centrándonos en quienes ya han fallecido, cabe destacar las figuras formidables de Saul Bellow, John Updike y William Gaddis. La inclusión de este último, maestro confeso de Jonathan Franzen y autor de Los reconocimientos (1955), supone la inclusión en el volátil canon que venimos describiendo, un canon de decidida vocación democrática, a un autor innegablemente difícil (con una mezcla de admiración y miedo, Franzen bautizó a Gaddis como "Mister Difficult"). Entre los novelistas norteamericanos vivos nadie pone en duda la superioridad del cuarteto integrado por Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon. Extraordinariamente difícil y misterioso en grado sumo, suscribo la opinión de Harold Bloom de que Pynchon es posiblemente el mejor de todos ellos.

El debate entre la voluntad de arriesgar y la apuesta por el fácil asidero de las convenciones realistas es una constante en la historia de la novela, no sólo estadounidense. Entre los autores más recientes de aquel país, los dos nombres más representativos de esta lucha son David Foster Wallace, autor de La broma infinita (1996), ambiciosa narración de más de mil páginas que revolucionó el arte de la novela y se ha convertido en uno de los textos más influyentes de la literatura universal de las últimas décadas, y Jonathan Franzen, declarado por la revista Time (entendida aquí como un reflejo de la anónima voz del público lector) como el primer gran novelista americano del siglo XXI. Las dos últimas obras de Franzen, Las correcciones (2001) y Libertad (2010) cumplen a la perfección con el cometido de dar cuenta de la realidad social norteamericana en la década inaugural del tercer milenio. Que Libertad es una novela excelente no lo niega nadie, aunque no sea una obra maestra a la altura de las que integran el elusivo canon de la gran novela americana. Ni siquiera es la mejor novela publicada en Estados Unidos en 2010 y, de hecho, no logró alzarse con ninguno de los grandes premios, todos ellos de una limpieza indiscutible. El Nacional se lo llevó Jaimy Gordon; el Pulitzer, Paul Harding, y el de la Crítica, Jennifer Egan (ganadora a su vez del Pulitzer en 2011 con la misma obra). Todo esto dicho con ánimo de poner un poco de cordura en el delirio hagiográfico generado por la novela de Franzen.

En todo caso, el pulso mayor no lo sostuvo Franzen con quienes le arrebataron los grandes premios literarios por los que compitió, sino con su amigo David Foster Wallace, quien se suicidó sin llegar a concluir una novela en la que llevaba trabajando más de una década. Franzen y Wallace iniciaron su andadura novelística casi a la vez y al principio sus posturas eran semejantes. Los dos eran conscientes de que la verdadera obligación de todo artista es adentrarse en el vacío, tratando de dar con formas que dieran nueva vida a la novela. Wallace jamás dejó de hacerlo, mientras que Franzen, ansioso por no perder de vista al gran público, optó por fórmulas sumamente conservadoras. El proyecto de Franzen es escribir como se hacía en el siglo XIX, aclimatando a nuestros días la lección de Tolstói. El resultado es magnífico, pero carece de visión de futuro y no durará. Por el contrario, Wallace mantuvo la mirada fija en zonas más lejanas y demoniacas, y como ocurre siempre con los genios, el lector necesita tiempo para llegar a captar el resultado de su esfuerzo, pero en arte sólo perdura quien arriesga de verdad. Con ser una obra truncada, fragmentaria y de una considerable dificultad, la inacabada Pálido Rey, la obra póstuma de David Foster Wallace, es, por ahora, la única gran novela americana del siglo XXI.

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