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Mi verdadera historia

DÍA 20

Pero no rompo porque el domingo por la noche, al regresar a Madrid tras el retiro espiritual, invito a Irene a subir a mi casa. Sé que mi madre está fuera porque me ha puesto un mensaje (dormirá en casa de su novio). Es la primera vez que Irene y yo nos encontramos solos en un piso. Ella ha llamado a sus tíos poniendo alguna excusa para llegar tarde. Avanzamos por el pasillo con toda la vergüenza y todo el ardor de la primera vez. Mientras nos acercamos al salón, repaso mentalmente las partes de su pierna mecánica, que he buscado en Internet. Tras el chasis de plástico o resina que imita las calidades de una pierna de verdad, se esconde un esqueleto de acero y titanio con una rótula que reproduce la articulación de la rodilla y sus funciones. Se trata de una tecnología importada de Estados Unidos donde, gracias a las presiones de los veteranos de guerra, la investigación sobre prótesis ha recibido un impulso formidable. La pierna de Irene está basada en el llamado "principio del hueco de succión", que obliga a la prótesis a permanecer pegada al muñón del muslo sin las ataduras o correajes tradicionales. Sus usuarios pueden realizar con ella casi todos los movimientos de una pierna natural, aunque con una torpeza que se traduce en una cojera evidente.

Sospecho que mi excitación es monstruosa, pero no puedo negarla ni reprimirla

He tocado muchas veces en el cine esa pierna fría, la he acariciado hasta la extenuación, mis dedos han alcanzado con frecuencia la borrosa frontera entre la tecnología y la piel... Sospecho que mi excitación es monstruosa, pero no puedo negarla ni reprimirla. A veces, cuando me masturbo, imagino que toda Irene, desde la cabeza hasta los pies, es una reproducción casi perfecta de una chica auténtica. Y me gusta la idea, me atrae de un modo enfermizo, como si yo mismo, en el momento del accidente, hubiera muerto, siendo sustituido por la copia de un ser humano pegada, como un miembro ortopédico, a mi memoria. En todo esto pienso, excitado, mientras progresamos hacia el salón de casa, el mismo donde aún permanece el sillón de orejas en el que mi padre leía El idiota y Crimen y castigo, las dos novelas que le hablaban de mí, de ese hijo al que, paradójicamente, apenas conoce. Mirad cómo avanzo, oscuro, con el pene tristemente erecto bajo los pantalones.

EDUARDO ESTRADA

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