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Balón dividido
Columna
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La oficina de Cruyff

Juan Villoro

Acostumbrado a la originalidad, Johan Cruyff aceptó el número 14 cuando nadie más lo usaba y le pareció magnífico fumar un cigarrillo en el descanso del partido.

Sus logros son tan incuestionables como su capacidad de reinventar el lenguaje. George Steiner ha dicho que un lugar común es una verdad cansada. En consecuencia, un disparate puede ser una verdad precipitada. Cruyff es el gran precipitado del fútbol: tiene razón antes de que sepamos lo que quiso decir.

No es posible ejercer esta conducta sin temple de profeta. El Flaco no admite la duda ni el error: "Estoy en contra de todo hasta que tomo una decisión; entonces estoy a favor. Me parece lógico".

Algunos famosos hablan de sí mismos como próceres, en tercera persona. Cruyff es distinto; habla de tú para referirse a sí mismo: Dios vive en el corazón de los creyentes. Para el iluminado holandés, las otras religiones no tienen cabida en el campo, y da una prueba empírica: todos los jugadores se persignan al salir al campo; si Dios les hiciera caso, solo habría empates.

Cruyff criticaba más a sus mejores futbolistas porque debían asumir una responsabilidad mayor. Juzgó que Bergkamp no se tomaba en serio por ser guapo y lo hizo entrenar entre dos defensas que le recordaron las desventajas de tener cara. Cuando Koeman fue operado, exigió estar junto al cirujano, por si hacía falta un milagro.

Su pasión parlanchina viene de 1966. Georg Kessler, entrenador de Holanda, lo convenció de que Alemania e Inglaterra habían llegado a la final en Wembley porque eran los que más hablaban en la cancha. Desde entonces es un comunicador desbocado. Nadie ha podido callarlo y no acabaremos de interpretarlo. La sociedad lingüística Onze Taal (Nuestro Idioma) le dedicó un número de su revista y Edwin Winkles revisó su trayectoria en un singular tratado de filología futbolística: Escuchando a Cruyff.

Al llegar a España, El Flaco pensó que perdería fluidez si reparaba en el género de los sustantivos. Decidió que "todos los palabras" fueran masculinos (salvo "mujer" y "chica"). Así evitó el horror de titubear.

Amante de la paradoja, ha lanzado axiomas incontrovertibles: "Si no marcas a un jugador, no puede desmarcarse". Gerd Müller anotaba de un solo toque, pero no sabía burlar contrarios: obligado a controlar el balón era un palmípedo.

La idea de dejar solo a un delantero es discutible. Más sensata es la propuesta de que el árbitro lleve el silbato en la mano y no en la boca para que piense antes de marcar. Esta sabia consideración proviene de alguien con el silbato en la boca.

Otra obsesión cruyffiana es el empleo del tiempo. El partido depende de segundos decisivos, pero no hay modo de localizarlos: "Cada segundo puede ser un momento".

El error es la comicidad de Dios. Una de las expresiones más conocidas de Cruyff es "gallina de piel", superior a la común "piel de gallina".

El fútbol existe para ser discutido y le debe enormidades al hijo de un vendedor de naranjas que dignificó la camiseta de Orange.

Cuando Sergi Pàmies lo fue a ver al campo, Cruyff lo recibió sentado en el balón: "Estoy en mi oficina", dijo.

De ahí han salido inolvidables aforismos. Uno de ellos resume los misterios del fútbol: "La casualidad es lógica".

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